No culpo a los fanáticos que defienden con firmeza lo que ellos consideran es la mejor época del beisbol. Cada uno atesora en su mente y en su corazón los momentos que emocionan y dejan huella.
Siempre creí que no había mejor lanzador a nivel local que Julio Moya, hasta que mi compañero en LA PRENSA, Gerald Hernández, me dijo: “Deberías revisar las cifras de Porfirio Altamirano aquí”.
En los ochenta no hubo pícher como Moya. En los setenta (1978) había mostrado su dentadura en la Selección en Colombia, pero en 1983 tuvo 21-3 y 1.85, nueve lechadas y 20 juegos completos.
En 1984 ganó la triple corona (12 victorias, 95 ponches y 0.14 en efectividad). Ese mismo año fue al Mundial de Cuba y terminó con 4-0, empatando un récord de éxitos que ya estaba añejo.
Además, en esos dos años, Moya fue a las Finales con el León y fue tan decisivo con el club occidental, que capturó cinco de las ocho victorias y salvó un partido, en las dos coronaciones melenudas.
Es decir, en dos Finales, el “verdugo” de La Fuente, tuvo 5-0 y 0.41, más un salvado en 43.2 innings (dos limpias) para dejar constancia de su calidad en cualquier época del campeonato.
¿Cuánto desearían Cruz Ulloa o Ronald Tiffer, a un tirador como Moya y sin la regla del picheo? Era tiro seguro. Lástima que no se cuidó y su carrera se acortó.
En Finales hemos visto las explosiones de Franklin López y Marlon Abea, el brillo de Oswaldo Mairena, la eficacia de Sergio Lacayo y el dominio de Juan Oviedo, pero yo me quedo con Moya.
Cuánta faltan hacen tiradores de ese calibre, a pesar de que ahora hay también brazos considerables, cuya dimensión vamos a poder apreciarla solo cuando pasen los años. Así sucede siempre.
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