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Carlos Mejía Godoy. LA PRENSA/ Luis González Sevilla

Carlos Mejía Godoy, el hombre del acordeón

Carlos Mejía Godoy ha tenido un acompañante de toda la vida: un acordeón. Tiene más de 40 años de trayectoria de cantarle a su Nicaragua, Nicaragüita.

El acordeón de Carlos Mejía Godoy pareciera una extensión de sí mismo. Lo aprieta contra su pecho como si fuera a escapársele. Cuando toca sonríe como niñito entusiasmado. El instrumento va y viene en sus manos y él apoya su barbilla e inclina la cabeza como queriendo escuchar algo que tiene que decirle. Cierra los ojos y parece que nada más existiese en el mundo.

El Carlos Mejía que ahora toca sentado en la sala de su casa es el mismo que alguna vez tocó de pie mientras la guardia somocista amenazaba con fusilarlo. También es el adolescente pícaro que le ponía serenatas a sus novias cuando estaban de cumpleaños. Y el que le cantó a la revolución desde los pueblos más recónditos de Nicaragua y hasta en los grandes escenarios europeos.

Pero los más de 40 años que ha andado de un lado a otro con su acordeón a tuto le están pasando la cuenta. Ya no puede tocar de pie como lo hizo en sus tiempos de gloria. Tiene la figura encorvada y a duras penas puede caminar más de tres minutos. Toda la vida tocó con un acordeón de 120 bajos, el más grande que existe y eso le “desbarató la columna”.

Como su legado, los acordeones que ha tenido están regados por toda Nicaragua. A veces en los pueblos le decían que cuando cambiara su acordeón regalara “el viejito”. Y ahí fueron quedando. En la montaña, en museos, en los pueblitos que recorrió. Fue precisamente su florida trayectoria lo que llevó a la Academia Latina de la Grabación a entregarle el Premio del Consejo Directivo.

No ha dejado de tocar ni un solo día de su vida. El insomne compositor aún se levanta por las noches porque tiene alguna canción atravesada en la garganta. Camina calladito para no despertar a nadie. Se va a la soledad de su “cuartito”, con sigilo, como si fuese una amante clandestina coge su acordeón, se encierra y otra vez el mundo desaparece.

Su “compañero fiel”

Cuando tocaba el acordeón en sus años de juventud. LAPRENSA/Archivo
Cuando tocaba el acordeón en sus años de juventud. LA PRENSA/Archivo.

La banda sonora de la vida de Carlos Mejía Godoy ha sido siempre la música de su acordeón. Su “compañero fiel”, le llama. Ha estado con él prácticamente desde siempre. Desde chiquito se entusiasmó por tener uno, pero carecía de los recursos para comprarlo. Las guitarras abundaban en el pueblo, pero siempre había sentido especial atracción por las teclas. Especialmente por el viejo piano que su tía Evelina dejó de tocar cuando enviudó.

Ha tenido unos diez acordeones durante toda su vida. Un acordeón lo acompañó en la cárcel cuando estuvo preso, pero otro le causó una enfermedad en la columna que casi no lo deja caminar. Fue su única arma contra la dictadura somocista, pero en un accidente otro casi le arranca el antebrazo.

De hecho cuando se ve la cicatriz aún se ríe de aquella historia de chavalo enamoradizo. Tenía 19 años y se había mudado a un internado de León donde terminaría el cuarto año de secundaria. Para ese entonces tenía una novia que cumplía 15 años y él, con alma de músico y hoyuelos pícaros, decidió ir a ponerle una serenata. No tenía acordeón pero le prestaron uno para cantarle a su amada.

Su hermano mayor Francisco Luis y unos amigos más se fueron en un jeep hacia la fiesta. Pero en un semáforo una camioneta se “tiró” la luz roja y los chocó. Todos salieron volando y el acordeón se desbarató. A Carlos Mejía le preocupaba su hermano, que repetía casi de forma inconsciente: “No me quiero morir, sálvenme”. Pero al verse ensangrentado él mismo también se alarmó. No sentía el dolor, pero terminó con tres costillas quebradas y con una herida que en ese momento no supo cómo se la había hecho. Algo le había cortado la piel en varias capas finas y no podía explicarse qué había sido. Hoy casi asegura que esa herida, al mejor estilo de Chinto Jiñocuago, aquel personaje cundido de cicatrices, se la hizo su mismo acordeón al desbaratarse por el impacto.

El accidente también le dejó una cicatriz que le partía la ceja y que, curiosamente, solo le dolía cuando tomaba licor. “Fue una gran cosa porque me dejó un dolor que solo me sentía cuando tomaba guaro, entonces me curé”, cuenta entre risas Mejía Godoy.

Sin embargo, aunque esa fue la primera herida física que le causó un acordeón, cuando era solo un niño ilusionado por tener el instrumento de sus sueños, también le rompió el corazón.

El “Carluchín” de Somoto

Su papá de pequeño le decía que él no tenía buena voz, pero que su carisma lo salvaba. LAPRENSA/ Archivo
Su papá de pequeño le decía que él no tenía buena voz, pero que su carisma lo salvaba. LA PRENSA/ Archivo.

De la marimba de chavalos de doña Elsa Godoy, Carlos Mejía era el segundo de los mayores, nacido el 23 de junio de 1943. Eran ocho. Ella era ama de casa, tremenda panadera y nadie se resistía a los nacatamales que hacía cuando le tocaba matar a algún chancho. La vida era bastante sencilla para aquella familia de clase trabajadora que vivía en una casa de adobe esquinera ubicada en el centro de Somoto, en Madriz.

Para 1952, cuenta Mejía Godoy, en el pueblo solo había dos carros, una motocicleta, cuatro bicicletas y cinco pianos, en un lugar que no tenía más de cuatro cuadras. Su padre, don Carlos “Chas” Mejía, era un carpintero que fabricaba marimbas y que mucho tiempo vivió de la música. Cuentero hasta más no poder. Don Carlos reunía a sus hijos para contarles alguna historia y doña Elsa empezada a codearlos y a hacerles señas para que pusieran atención al nuevo cuento que su padre se estaba inventando.

La vida era feliz para los cuatro varones y las tres mujeres de los Mejía Godoy. Revoloteando entre milpas, jugando bajo los árboles de marañón y bañándose en las correntadas de lluvia. Aunque la familia no entraba en la categoría de pobres, Carlos Mejía aseguró a la revista Magazine en 2013 que vendió chicles afuera del cine y lustró zapatos en la Calle Real para ayudarle a sus padres porque vivían alcanzados y a veces no les ajustaba.

Su padre no quería que ninguno de sus hijos fuera músico. Ya había repartido los oficios de cada uno, pero Carlos siempre sintió especial atracción por la música y los escenarios. No le gustaba cuando había reuniones familiares y lo llamaban para que saludara a todos sus tíos. Prefería que le dijeran: “Vení, tocá marimba” o “vení, contá un chiste”. “Entonces yo ya me ponía en escena”, cuenta Mejía Godoy.

Don Luis Enrique Mejía, su hermano, aseguró a Magazine que en su infancia él lo recuerda “travieso, de pantalón chingo, jugando con los otros chavalos y haciendo paseos para el río Musunce”.

La primera vez que se subió al escenario fue en primaria. Una profesora lo escogió para que hiciera el papel de osito en una obra de teatro y sus compañeros quedaron fascinados con su actuación. Y si hay una cosa que el Carlos Mejía de hoy tiene en común con el “Carluchín” que siempre salía en los actos, son los nervios que le dan cada vez que se sube al escenario.

Cierto día, escuchó una conversación de su padre por teléfono y parecía que le iban a conseguir un acordeón “Me traés el acordeón. Me llevás el acordeón a tal parte. Y yo deseoso de ver el acordeón”, cuenta Mejía. El paquete por fin llegó a la casa y la desilusión no pudo ser mayor “¿sabés qué era? Un acordeón de esos que se abren, como un archivador. ¡Qué frustración la mía!”, exclama.

Escogió el acordeón como su instrumento de por vida porque dice que se parece mucho a él. Porque es nostálgico y tímido. Y de hecho, cuando decidió unirse a la revolución no tuvo más arma que esa.

Su arma en la revolución

Carlos Mejia Godoy y Los de Palacagüina cantando la misa campesina, durante un acto sandinista, el 12 de enero de 1980. LA PRENSA/Cruz Flores
Carlos Mejia Godoy y Los de Palacagüina cantando la misa campesina, durante un acto sandinista, el 12 de enero de 1980. LA PRENSA/Cruz Flores.

El amigo de Carlos Mejía, Luis Andino, tenía una tienda de instrumentos musicales en el Centro Comercial Managua y una vez le propuso a Mejía Godoy que le llevara su viejo acordeón. “Te llevás este nuevo y solo me dejás 500 pesos de diferencia”, le dijo. “¡Una ganga!”, se dijo para sí mismo y corrió a su casa para buscar su viejo acordeón, que ya estaba “asmático”. Ese es el término que se usa para describir el sonido que hace un acordeón cuando está viejo, es una especie de suspiro de ser humano cansado.

Llegó hasta donde tenía la caja del acordeón y aunque no era necesario le dio por abrirla. “Y veo como que me queda mirando y me dice: ‘Traidor. Deshonesto. Cómo me vas cambiar si vos sos mi compañero’”. Cerró la caja e inmediatamente se fue a la tienda de Andino, y le dijo que lo sentía, pero que no podía dejarle el acordeón. Le contó la historia. “Te entiendo… quedate con tu acordeón”, le contestó Andino.

Ese acordeón Carlos Mejía Godoy lo compró cuando se dio cuenta de que la música era algo de lo que quería vivir. Y fue con él que anduvo cantando por toda Nicaragua en la década de los 70. Unirse a la lucha del Frente Sandinista de Liberación Nacional no fue una epifanía que le llegó de la noche a la mañana. Empezó a ver un movimiento de jóvenes repletos de amor a la patria y decidió que debía hacer algo. “Yo no puedo estar ajeno a esto. O pongo mi canto al servicio de esta causa o lo dejo”, se dijo.

Cuando salió al aire su canción María de los Guardias, tuvo miedo porque decir “un hombre arrecho llamado Sandino” en la época de Somoza era cosa seria. Sin embargo el general Somoza incluso la adoptó como su canción e intentó enviarle un cheque con mil dólares para pagarle por la canción. “El general Somoza la acogió como de su candidatura presidencial. Y me quiso mandar a pagar un dinero pero lo rechacé. El hombre me dijo que el cheque podía ser duplicado, triplicado. Llegó hasta los cinco mil dólares de la época y yo le dije que no, que iba a amanecer pero no iba a llegar a mi precio. Tenía 30 y pico de añitos”, cuenta Mejía.

Tenía miedo, es cierto, pero él dice que hay un momento en el que la “propia conciencia te lleva a romper ese temor”. Recuerda una ocasión en la que estuvo con su acordeón frente a un oficial de la guardia. “A todo los sandinocomunistas que están aquí los vamos a quebrar, los vamos a rafaguear si no se mueven”, les dijo un oficial. “Y la gente se pegaba con nosotros. Entonces te daba miedo, pero te mirabas con esa coraza humana y espiritual tan fuerte que se te quitaba el miedo. Y los soldados al final se iban y no nos podían dispersar”, dice.

Lo único que tenía para defenderse, otra vez, era su acordeón. De hecho, una vez lo echaron preso con todo y el instrumento. Se lo quitaron y cuando lo dejaron libre no se lo querían dar. Pero él movió cielo y tierra para que se lo devolvieran, porque era su compañero, su acordeón. En los últimos años de la revolución tuvo que irse hacia Europa para, a través de su canto, dar a conocer la situación que se vivía en Nicaragua. Compuso canciones como
Cristo de Palacagüina, Vivirás Monimbó, La tumba del guerrillero y regresó en 1979.

El Carlos seminarista

Carlos Mejía Godoy cuando estuvo en el Seminario Nacional. LAPRENSA/Archivo
Carlos Mejía Godoy cuando estuvo en el Seminario Nacional. LA PRENSA/Archivo.

En sus tiempos de estudiante fue un alumno bastante “desigual”. Malo en Matemática, pésimo en ciencias exactas y bastante aceptable en Humanidades, Historia, Geografía y sobre todo Literatura.

Cuando tenía 10 años sus padres lo mandaron al Colegio Salesiano de Granada para estudiar primer año de secundaria. “Eso me escapó de matar, pasé como una semana llorando, era como estar preso”, dijo a la revista Magazine en 2013.

Después de un año quiso ser sacerdote y decidió entrar al Seminario Nacional. Todo iba bien hasta que llegó a la adolescencia y todo empezó a alborotarse. “Había un enfrentamiento entre la fe y la realidad. Quería ser santo, pero también me gustaba tocarme, descubrirme. Por una parte me decían esto es pecado y otros me decían que no, esa era la naturaleza. Yo no tenía confianza con mi padre espiritual para decirle: me quiero ir, sentía que él me iba a enterrar. Él tenía la idea de que debía ser un niño santo y esa obsesión a mí me marcó mucho”, confesó en 2013.

Pero después de hablar con un sacerdote jesuita terminó convenciéndose de que abandonar el Seminario era lo correcto, porque él asegura ser un seductor. Con su público y con las mujeres. Ha estado casado tres veces, pero ha tenido muchas más parejas. De hecho, confiesa que uno de los momentos más difíciles de su vida fue la muerte de Eveling Lang, su esposa y madre de Augusto Mejía, uno de sus ocho retoños. Con su actual esposa, Xochitl Acatl Jiménez, se casó en 2009. Cuando se conocieron, ella tenía 18 años y él 57.

Un día de Mejía

Carlos Mejía Godoy no puede pasar un día sin escribir una canción. LAPRENSA/´Cortesía de Eva Bendaña
Carlos Mejía Godoy no puede pasar un día sin escribir una canción. LA PRENSA/Cortesía de Eva Bendaña.

Son las siete de la noche y Carlos Mejía Godoy no ha llegado a su casa. La trabajadora doméstica está preocupada porque llegará tarde a la entrevista. “Es que así es él, a veces se le olvidan las cosas”, dice. Su esposa Xochitl quiere llamarlo pero hace unos días perdió su teléfono, otra vez. “Es demasiado despistado”, dice con ternura.

Carlos Mejía Godoy pierde celulares como por contrato. Se le caen, se le olvidan, los quiebra. A veces ya compró uno nuevo y encuentra el que se le había perdido. Es olvidadizo y despistado, pero él dice que es porque a veces anda en su mundo.

El día empieza con un crucigrama. Ya sabe cuál es el fácil y cuál es el que le cuesta más. Normalmente no acepta entrevistas por la mañana porque le gusta tenerla libre. Antes desayunaba gallopinto con queso, pero desde que está “pasadito de peso” tiene que hacer dieta.

Su casa ya empezó a vestirse para la temporada navideña. El árbol tiene chischiles y matracas típicas. Le gusta la Navidad. Dice que el regalo más lindo que ha recibido fue un juego de billar cuando era un niño. “Me lo trajo el Niño Dios”, dice, y parece niño otra vez. Su segundo nombre es Arturo y entre broma y en serio dice que es porque le gusta la comida. La nicaragüense lo mata. “Nacatamal, mondongo, gallopintito…”, pero hay un postre que lo transporta a su infancia en Somoto, el chiricaya. Una especie de flan preparado con huevo, canela, leche, vainilla, vino dulce y azúcar. “Es un postre común de los pueblos del norte en Ocotal”, dice.

Su momento más feliz ha sido el nacimiento de su primer hijo, Carlos Alberto, pero tiene ocho en total: Jorge, Carlos Alexis, Carlos Alberto, Camilo, Augusto, María Elsa, Carlos Luis y Xochitl. Y aunque en sus momentos felices llora, lo hace también la mayoría del tiempo. “Lloro cuando el Coyote se pelea con el Correcaminos. O cuando Tom pelea con Jerry”, dice riéndose. Normalmente se acuesta tarde. Pero que duerma bien o no siempre depende de las canciones que le anden dando vueltas en la cabeza.

Ya son las diez de la noche y aún no tiene sueño. Se levanta y a duras penas da unos pasos para buscar la caja de su acordeón. Lo saca, y se lo pone en la espalda. Le duele, pero el mismo acordeón lo consuela. Le quita el seguro al instrumento y empieza a tocar. La primera vez que tuvo uno en sus manos fue porque se lo prestó un compañero de clases, pero ahora no puede imaginar la vida sin uno. “Somos llorones y melancólicos. Los acordeones han estado conmigo muchos años, muchos, muchos años”, dice mientras se acomoda en el sillón. Lo abraza para que no se le escape y empieza a tocar la mazurquita segoviana y cierra los ojos. No existe nada más.

10 curiosidades sobre Carlos Mejía Godoy

carlos mejia godoy

 

1. Tristeza. Sus momentos más difíciles han sido la muerte de su esposa Eveling Lang y la muerte de su hija Carmen María cuando tenía menos de veinte años.

2. Matrimonios. Ha estado casado tres veces y tiene ocho hijos.

3. Costumbre. Lo primero que hace al levantarse es leer los periódicos y hacer crucigramas.

4. Viaje. Le gustaría conocer algún país árabe.

5. Política. Fue candidato a la Vicepresidencia por el Movimiento Renovador Sandinista.

6. Miedo. Le teme a los aviones. La primera vez que se montó en uno fue en un viaje a Guatemala y no le gusta viajar en avioneta a la Costa Caribe.

7. Adicción. Es adicto a las gaseosas.

8. Cocina. No sabe cocinar absolutamente nada. Según él, “se le quema el agua”.

9. Instrumentos. Ha tenido unos diez acordeones durante toda su vida. Algunos los ha donado a museos y otros los ha regalado a gente en la montaña y los pueblos.

10. Trabajador. De niño vendió chicles y lustró zapatos para ayudar a su familia.

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