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Moisés Hassan

Fidel y Nicaragua

Ciertamente que Fidel Castro, mesianizado por su triunfo sobre Batista, se creyó llamado a destruir el imperio. Gringo. Cierto también que, después de algunas fracasadas correrías iniciales, sus patrones soviéticos, hastiados de ser metidos en líos, le ordenaron, no muy respetuosamente, dejar de intervenir militarmente en el traspatio norteamericano. Orden a la que Castro, aún si benévolamente interpretamos como real desobediencia la rara aventura que culminó con la muerte de un desamparado Che Guevara, dio cumplimiento. Trasladando su teatro de operaciones a África. Así pues, hasta 1978, nada tuvo que ver el cubano con la lucha armada contra Somoza. A lo más dio refugio en su país, con la condición de que no alborotaran excesivamente, a ciertos rebeldes. Como, fugazmente, los liberados en diciembre 1974; y, entre 1970 y 1975, Carlos Fonseca.

Carlos Fonseca a quien Castro desdeñó, nunca quiso, conocer; tan perdida consideraba su causa y tan comprometedora. Él mismo me lo contó, entre teatrales gesticulaciones, en mayo 1981. Más algunas cosas empezaron a cambiar, inexorablemente, a partir de 1973: la voracidad que despertó el terremoto de 1972 agrió las relaciones de la dictadura con un complaciente sector privado; Miguel Obando, por razones estrictamente personales, renegó del somocismo; y, de la mano de Pepe Figueres, acérrimo antisomocista, Costa Rica se convirtió en santuario para los rescatados en 1974. Apenas si tuvieron que “convertirse” a la socialdemocracia. Antes, en febrero de ese año, Carlos Andrés Pérez, enemigo jurado de la dictadura, había asumido la Presidencia de Venezuela. Y, la tragedia mayor, en enero de 1977, James Carter, con sus derechos humanos como estandarte, se convirtió en presidente de Estados Unidos.

También ocurrió, curiosamente, que Somoza, tantas tropelías había impunemente cometido desde 1934, no tomó en serio los llamados que a enmendarse le hizo su nuevo jefe. Quien se vio obligado a escoger entre soportar estoicamente las insolencias de su siervo, o despedirlo. Y despedirlo escogió. Consecuentemente, Figueres, Oduber, Carazo, Pérez y Torrijos, sus manos desatadas, empezaron a actuar abiertamente contra el dictador. Y en octubre 1977 quedaron en libertad los guerrilleros, más de dos años acumulando fuerzas, para incursionar desde sus sacrosantos campamentos contra los cuarteles somocistas. San Carlos, Cárdenas, San Fabián, Mozonte y Masaya los vieron atacar, para enseguida retirarse a su santuario. Luego, 1978 contempló dos colosales errores del somocismo: primero, el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro —que mi libro esclarece más allá de toda duda; después, la criminal “operación limpieza”—. Y para Fidel, despertando de un letargo de lustros, Nicaragua volvió a existir:

Los ojos bien abiertos, comprendió, para empezar, que Somoza se tambaleaba; y que los responsables esenciales eran el imperio y sus aliados socialdemócratas. Luego, nada raro sería que se hicieran de la vista gorda ante alguna inofensiva colaboración de su parte. Ninguna razón por consiguiente habría para temer que a los soviéticos se les ocurriera vetarla. Y alrededor de septiembre 1978, Fidel, sintiéndose libre, y consciente de que una insurrección era imposible sin organización dentro del país, de la que carecían los huéspedes de Costa Rica, se propuso unificarlos con los grupos del interior. Y lo hizo ofreciéndoles armas: unos centenares de inmediato, muchas más si se aliaban. El éxito coronó sus esfuerzos en marzo 1979, cuando nació la criatura que se llamó “Dirección Nacional Conjunta”. En la que, difícil que accidentalmente, quedó a los Ortega la mayor cuota de poder. Armas y asesores fluyeron seguidamente hacia Costa Rica, con la amable ayuda de Torrijos. Y Washington nada vio. Acaso porque jamás se le ocurrió que los acuerdos cuidadosamente trabajados con esa Dirección, mediante los cuales esta se fusionaría con un somocismo sin Somoza, serían echados a perder por la testarudez del dictador. Cuya obnubilación abortó ese primer pacto. Otros, que sí se consumaron, forjaría posteriormente el orteguismo.

Esta historia no podía quedarse sin un divertido colofón: una vez en el poder, la Dirección no tardó en descubrir que Castro era un anciano obsoleto, senil —yo se los oí decir—; por lo cual, entre otros imperdonables desaires, rechazó su sugerencia de efectuar elecciones en 1980, y, menospreciando sus desatinadas advertencias, impuso el Servicio Militar, continuó exigiendo a los soviéticos que le entregaran aviones MIG-21, y  creyó ganar las elecciones de 1990…

El autor es ingeniero. Autor del libro “La maldición del Güegüense”.

COMENTARIOS

  1. Ramon Salgado Valle
    Hace 7 años

    Ahora, entiendo ciertas cosas que antes no me explicaba.

    ¡Qué tragedia más desafortunada, la del pueblo nicaragüense!

  2. el carolingio
    Hace 7 años

    Gracias Moises Hassan por darnos a conocer partes de historias tan interesantes que no dudamos en absoluto de su veracidad

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