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César Augusto Bravo Vargas

Los dioses también mueren

La historia de la humanidad está hecha con ladrillos cuajados en sangre vertida por egos desbordados cuya concentración de poder torció la realidad histórica de su tiempo. Egos que estando en la cresta de la ola, se pensaron dioses capaces de burlar hasta a la misma muerte, eternos se sintieron, pero murieron. También se creyeron deidades con derecho de disponer del destino de sus gobernados desembocando en la esclavización de muchos y arrebatando la vida de miles o millones para pasar a los anales de la historia como los grandes patibularios de la humanidad.

Así, Iósif Stalin (1878-1953) masacrando a su propio pueblo con extremada brutalidad se convirtió en uno de los mayores criminales de la historia, en 1922 alcanzó la cabeza del Partido Comunista (PCUS) al lograr exiliar a Trotski, designado sucesor elegido de Lenin.

Entre 1936 y 1938, Stalin perpetró las denominadas purgas, eufemismo que utilizó para  denominar los asesinatos indiscriminados de miles de personas que él consideraba contrarias a sus nefastas políticas o que apoyaron a Trotski durante su breve disputa por el poder. Pero las crueles matanzas, ejecutadas por el  ejército o el Politburó también iban acompañadas del envío masivo de ciudadanos a campos de trabajo (gulags) llegando a esclavizar a más de 18 millones de personas.

Pero el 5 de marzo de 1953 “el pequeño padre de los pueblos”, como le llamaban sus súbditos, murió. El dictador agonizó durante horas sin que sus más próximos se atrevieran a atenderle. Los médicos del Kremlin estaban encarcelados y los que al final acudieron le trataron con temor.

Según la escritora Norma Estela Ferreyra en su obra Verdaderas historias de terror este verdugo dejó tras de sí la muerte de cuatro millones de rusos ejecutados por su paranoia, o sea, miedo a que fueran contrarios a su persona, más de 23 millones por sus absurdas órdenes durante la IIGM y siete millones de inocentes ucranianos murieron debido a la brutal hambruna que él mismo provocó.

Pero nadie rebasa el diabólico récord de Mao Tse Tung (1893-1976) tenido al día de hoy como el mayor asesino del siglo XX. Como dictador de China terminó con la vida de más de setenta millones de personas. Nacido el 26 de diciembre de 1893 se destacó como un luchador que se enfrentó al poder establecido de su época, la dinastía Qing.

El 9 de septiembre, debido al empeoramiento de su enfermedad de Parkinson y tras una larga agonía, murió a los 82 años.

Sin buscar más en otros continentes Fidel Castro también se fue dejando sus propias estadísticas de horror y muerte.

Por cobardía jamás se sometió a una elección libre y cuando su salud lo abandonó solo cedió el poder a su hermano. Fue el arquitecto de un Estado parásito que se ha engullido miles de millones de dólares de la extinta Unión Soviética, de la agónica Venezuela, de bancos y de cientos de comerciantes.

Entre el rosario de crímenes Fidel ha dejado una academia de muertos, un extenso catálogo de desaparecidos, un interminable listado de torturados y cientos de presos políticos, hasta el día en que murió, se le atribuyen al menos 7,173 muertos. Lo peor, Castro asesinó sistemáticamente a civiles, incluyendo a niños, por intentar escapar de su país.

Con tales credenciales ¿cómo es posible que miles de ignorantes, intelectuales y políticos autómatas le llamen el Padre de la Revolución? Sus médicos decían que viviría más de 140 años, pero murió de una neumonía a los 90. Fidel, el último de los dioses que ha muerto.
El autor es jefe de redacción de la revista literaria “Letras de Barro”.

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