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Carlos R, Flores.

¿Y tu mejor supervisor?

Si lo vemos desde esta perspectiva, entonces el mejor supervisor que tuve fue también mi peor jefe, el conocido por ustedes como el “Terrible señor Manns”, finalizó.

Aconteció en una reunión con excolegas y la pregunta surgió al recordar a los diversos jefes que cada uno había tenido en su vida laboral. Algunos aún seguían trabajando para otras empresas, otros desde hace tiempo nos habíamos independizado y seguido nuestro propio camino.

Ante la cuestión, uno de los presentes aclaró:

—Depende de a lo que le llamemos “mejor”; si es por relación personal que se desarrolló o bien por el componente de aprendizaje. Si lo vemos desde esta perspectiva, entonces el mejor supervisor que tuve fue también mi peor jefe, el conocido por ustedes como el “Terrible señor Manns”, finalizó.

—No podría ser —repuso otro— si ese hombre no pudo ser más que la definición más perfecta del antiliderazgo.

—Pues por eso lo digo —replicó— porque sin él no hubiese conocido en forma muy completa las conductas y comportamientos más completos para desmotivar, para no comprometerse, para saberse desorientado ante una supervisión tan inefectiva, en donde lo único que sí estaba claramente definida era la agenda personal (transitoria y egoísta) de ese supervisor que solamente veía en los colaboradores a un medio para proyectarse, sin considerar las necesidades de quienes estaban encargados de formar equipo y lograr resultados grupales —finalizó diciendo.

Ciertamente que el aprendizaje —positivo o negativo— son diferentes caras de una misma moneda: se puede perfectamente aprender de los ejemplos positivos para replicarlos, o bien, de los negativos para no cometerlos o no repetirlos.

Este era el caso de ese tristemente célebre gerente, quien manejaba pautas que no solamente lograban que el personal abandonara cualquier concepto de lo correcto o lo incorrecto, considerando el interés de la empresa, y lo sustituyera por su absurda noción del bien y del mal, según antojo e intereses creados.

“No hubo en esa época dentro del departamento que este señor dirigía, algo que no estuviese realizado con sumo cálculo o malicia. Desde el día uno de su transferencia, en la primera reunión, nos pidió que le diéramos por escrito y en cinco minutos nuestros objetivos, siendo que una vez que terminamos, nos recibió los papeles, y con cara de suma amabilidad nos los recibió y a continuación los rompió en pedacitos, diciendo: ‘El único objetivo que ustedes tienen es que yo pueda alcanzar la posición tal en mi próxima promoción, porque aquí yo estoy castigado, y por ende, ustedes también’”, recordaba aquel excolega.

“Nos ponía a que nos vigiláramos entre todos, no salía una nota electrónica —aún de la más trivial— si no era con copia a él; las personas que se distinguían en su trabajo eran aquellas que hacían trabajos ‘de inteligencia’, de saber concretamente qué se podía hacer para no colaborar con otros departamentos, o para sutilmente, identificar factores de culpabilidad que fuesen siempre un arma en contra de otros durante las reuniones de coordinación semanales”, proseguía.

“Adoptó la figura de los ‘protegidos’ —aquellos a quienes gustaba de dispensar favores o favoritismos— que simplemente eran invencibles en cualquier circunstancia, tuviera o no que ver con el trabajo”, decía.

“A aquellos que en su criterio estuviesen según él ‘aplazados’ les postergaba indefinidamente la evaluación anual de desempeño, contestando sonrientemente cuando alguien le preguntaba sobre el particular: ‘Debés bendecir cada día, no sabés si este será el último en la empresa’”, continuaba.

“Las personas que renunciaron a su puesto bajo su dirección fueron numerosas, pero él siempre establecía que ese era un proceso ‘darwiniano’ normal, en donde la supervivencia del más apto se imponía siempre y que más bien la organización estaba cada vez más liviana, que afortunadamente la grasa se estaba eliminando sola en forma orgánica”, finalizó diciendo.

(*) [email protected]

Economía liderazgo supervisor archivo

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