Todos los nicaragüenses de bien lamentamos la muerte de los policías Julio César Narváez Valle y Howard Antonio Urbina, balaceados por un grupo de delincuentes el jueves 26 de enero en el barrio San Luis de Managua. Condenamos enérgicamente ese hecho criminal.
Comprendemos también la rabia de los compañeros de los policías asesinados, que perciben este crimen como una agresión contra la institución policial y —por lo tanto— contra todos y cada uno de ellos. Y entendemos que la rabia provoque el deseo de venganza contra los criminales, pero esta no se puede ni se debe justificar.
Lamentablemente esto es lo que ha ocurrido con los individuos que fueron capturados y están siendo procesados por la muerte de los dos policías. Lo decimos no como una suposición, ni porque los detenidos lo hubieran denunciado, sino porque al ser llevados ante la autoridad judicial ellos mostraron claramente en sus rostros las huellas de las golpizas recibidas en prisión.
A los asesinos de los policías se les debe aplicar la máxima pena que establece la ley, sin atenuantes de ninguna clase. Con esto no se devolverá la vida a las víctimas ni se llenará el vacío que su muerte ha dejado en sus seres queridos, pero al menos se hará justicia y la sociedad recibirá la debida reparación jurídica.
En cambio torturar y maltratar a los detenidos —cualquiera que sea el crimen que hubieran cometido— no es hacer justicia. La tortura y el maltrato no son un método de investigación, son otro crimen igualmente injustificable.
La Constitución de Nicaragua, las leyes nacionales y el derecho internacional garantizan la integridad física y psíquica de los reos. Sin embargo, desde el año 2007, cuando Daniel Ortega recuperó el poder y lo ha ejercido de manera dictatorial, se han venido conociendo numerosas denuncias de que la práctica de la tortura y el maltrato a los detenidos también fueron restaurados en el país.
En mayo de 2014, el Subcomité de Prevención de la Tortura de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, visitó Nicaragua y encontró evidencias de torturas y en general maltrato físico a los reos, por lo que hizo recomendaciones al Gobierno para que tales actos contra la humanidad no se siguieran cometiendo. Pero desde entonces las denuncias de hechos de esa naturaleza delictiva más bien aumentaron, particularmente en el centro de investigación policial de El Chipote.
La tortura y el maltrato a las personas, inclusive los presos, son inadmisibles en una verdadera democracia. Si ocurren es como casos aislados que las mismas autoridades juzgan y castigan de acuerdo con la ley. Pero en Nicaragua no hay democracia, lo que existe es un régimen dictatorial que pervierte la justicia, la vacía de respeto a los derechos humanos y la convierte en un instrumento de venganza y —por lo tanto— en otro acto criminal.