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Ariel Montoya

Ramiro Argüello: una vida para el cine

Conocí a Ramiro Argüello, crítico mordaz, persuasivo, conocedor y empedernido amante del cine desde el ángulo de la crítica reflexiva y del glamour social que envolvía a las grandiosas y bellas divas, a los monstruos e ingeniosos directores y guionistas y a uno que otro cafre mal parado en las arcanas de la filmografía, en enero de 1983.

Mientras esperaba un taxi que me llevara del ya desaparecido restaurante Lacmiel (esquina actual del edificio corporativo Pellas), a la Universidad Centroamericana (UCA), en lo que esperaba trasladarme vi a alguien con una cara conocida, alta y recia cuyo rostro en efecto me sonaba haber visto en los periódicos: Era Jorge Eduardo Arellano, el versátil escritor e historiador quien le hacía señas para que se detuviera a alguien que pasaba en ese momento conduciendo un viejo Fiat (parecido a los famosos Ladas rusos que ya circulaban por toda Managua), deteniéndose de improvisto a su lado: era Ramiro Argüello, quien de paso me dio un jalón a dicha universidad, fallecido hace un par de meses en León.

No volví a ver a Ramiro ni a saber de él hasta después de 1990, cuando regresé de Guatemala, país al que me marché en enero de 1985, y esta vez fue de la mano del poeta (q.e.p.d.), Álvaro Urtecho, mi gran amigo y maestro. Volví a verlo, le comenté de cómo lo conocí y de cuánto admiraba sus críticas de cine en La Prensa Literaria, y luego se nos iba la tarde hablando de todo pero más de cine, su pasión total además de la psiquiatría con la que demostró un gran humanismo.

Ramiro es, junto con Franklin Caldera, su gran amigo de generación y de compartimentación fílmica ahora radicado en Miami, y Mario Cajina-Vega (q.e.p.d.), uno de los clásicos introductores de la crítica cinematográfica como tal en Nicaragua de finales del siglo pasado. Las nuevas generaciones de cinéfilos, críticos y comentaristas deben leerlos.

Hombre de carácter, huraño, pero también afable y ameno conversador, con un desbordante sentido de la imaginación en la que, contraponía a las grandes estrellas del cine, sus escenarios y chisporroteantes gesticulaciones, con momentos, secuencias y personajes de la vida real nicaragüense ya sea política, social o cultural. Con Urtecho chispeaban sus puntos, contrapuntos, visualizaciones y entretelones de la farándula criolla con sus exteriores atiborrados y sus trances cotidianos.

Así, comparaba a las tropas militares con los centuriones romanos, a los políticos acusados de corruptos con la Cosa Nostra, a las bellezas nacionales con Eva Gardner o María Félix o a unas suculentas mojarras en tardes de bohemia con lo mejor de las truchas finlandesas.

Amó el cine clásico, desde el ruso hasta el mexicano (a sus hijas les dio nombres de bellas actrices mexicanas), el mundo tornasolado de Hollywood con sus encantamientos, prodigios y negras fatalidades. Amó a Marilyn Monroe, a Rita Hayworth y a Lauren Bacall y como directores uno de sus favoritos fue Stanley Kubrick.

Junto con Franklin Caldera, aseguraban haber visto más de 500 veces la cinta El Padrino con Marlon Brando y Al Pacino, diciendo que cada vez que la veían encontraban en ella nuevos ángulos.

Igualmente, era un apasionado de la obra crítica cinematográfica del cubano Guillermo Cabrera Infante, a quien Caldera alcanzó a conocer y compartir largas conversaciones. De esas que ya no lograremos tener porque se fue en esa película de la muerte que es para siempre.

El autor es escritor y periodista.

Opinión Opinion Ramiro Argüello archivo
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