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Moisés Hassan

Los dos terrorismos

Todos conocemos lo que es el terrorismo en su forma clásica. La sola mención de la palabra trae a nuestra imaginación, de inmediato, edificios derrumbándose, voraces lenguas de fuego, gigantescas columnas de humo, y atronadoras explosiones; con horrorizados ojos contemplamos montones de cadáveres, algunos chamuscados, otros chorreando sangre; y se nos aparecen desbocados camiones embistiendo aterradas muchedumbres. Después, nos asaltan premoniciones de  espeluznantes fotografías, y escuchamos enronquecidas voces dando cuenta del número de muertos y heridos. Hombres, mujeres, ancianos, niños…

Pero existe otra variedad de terrorismo que no desata  públicas tempestades de tristeza, ira o pánico; porque pocos lo perciben como tal, pocos perciben la secuela de sufrimientos y muertes que engendra. Secuela que vive calladamente, sin que la pongan al desnudo atroces asesinatos o humeantes escombros. Pese a ello, hay cruciales aspectos que este terrorismo comparte con el clásico; para empezar, ambos son ciegos; esto es, desconocen quienes serán –o fueron— sus infortunadas víctimas, insignificantes fichas anónimas en un macabro juego. Les basta con suponer que ellas pertenecen a cierto grupo humano. Grupo difusamente definido, para el terrorista clásico, por prejuicios étnicos, políticos o religiosos que en algún momento abrazó, sin haber jugado papel alguno en su surgimiento o expansión.

En abismal contraste, el terrorista silencioso crea el grupo de sus víctimas. O al menos acrecenta el número de ellas. Y otra diferencia: a menudo pretende no darse cuenta de las nefastas consecuencias de sus delictivas acciones, para él, muestras de “habilidad”, de “viveza”. Actitud en la que, lamentablemente, no está solo. Roba pero hace, todos hemos escuchado alguna vez tan clarificadora necedad, que derrocha cómplice comprensión y hasta admiración hacia el criminal:

Todos conocemos más de un funcionario público que, al cabo de algún tiempo de serlo, hace, sin pudor o disimulo, pública ostentación del dramático cambio de su modo de vida. Acaso porque difícil es ocultar, en una sociedad como la nuestra, el tránsito de un nivel económico más bien modesto en la inmensa mayoría de los casos —si no todos, por más  que ellos sostengan lo contrario—, a lo que, en un país misérrimo, no dista mucho de la opulencia, cuando no llega a ella. Salto imposible de justificar sobre la base de  los salarios presuntamente devengados, que, con suerte, ascienden a unos cuantos miles de dólares mensuales.

La búsqueda de alguna explicación amable conduce a un callejón sin salida. Pues difícil sería tomar en serio, por ejemplo, el que un número importante de estos funcionarios tuvieron la fortuna de ganar alguna lotería californiana; fueron cariñosamente recordados en su testamento por algún pariente millonario; o nacieron con el talento técnico-financiero de un Bill Gates o un Steve Jobs. Algo parecido puede también aseverarse acerca de ciertos siniestros personajes con quienes, a lo largo del camino, se asocian para urdir mutuamente provechosas fechorías.

Y es ciertamente desafortunado que ese terrorismo silencioso, la corrupción su nombre más conocido, no provoque en nuestra sociedad las oleadas de repudio y exigencias de justicia que debería; y que las más de sus víctimas no se percaten de que en él se encuentra el génesis de su pobreza, y de la mayoría de las cruentas miserias y limitaciones que esta les impone; de que no perciban sus claras y criminales implicaciones…

Pues la corrupción, ese terrorismo silencioso, condena a muchos niños a padecer enfermedades evitables, porque no hay vacunas; a numerosos ciudadanos a sufrir y hasta sucumbir, por no tener acceso a los medicamentos que necesitan; a mujeres de todas las edades a prostituirse; a cientos de miles de pobladores al desempleo crónico —abierto o disimulado—, al tiempo que se les obliga a sufragar billonarias piñatas, estrafalarios caprichos, y malversada cooperación externa; a la juventud a soportar una “educación” destinada a domesticarlos; a campesinos y etnias a jugarse la vida defendiendo sus tierras; y a los nicaragüenses todos a habitar un territorio cada vez más deforestado y seco… Aquí paro.

Todo porque los despiadados terroristas parecen poseer un apetito insaciable, que nada calma; y hasta, vendepatrias de corazón, no vacilan, si el precio aparenta ser bueno, en compartir, con extranjeros, monstruosos bocados arrancados al suelo patrio. ¡Cuánto deben sufrir cuando, a regañadientes, invierten en aletargadores circo y limosnas…!

El autor es presidente del Partido Acción Ciudadana, autor de “La maldición del Güegüense”

Opinión destrucción historia terrorismo archivo

COMENTARIOS

  1. carlos vasquez picado
    Hace 7 años

    Aconsejo que deben referirse a casos concretos, son articulos que dejan dudas.

  2. Ramon Salgado Valle
    Hace 7 años

    Los dos terrorismos, artículo del Dr. Moisés Hassan, nos da pruebas que en Nicaragua, convivimos con muchos terroristas a los cuales, se le ve con mucho respeto, y quizá admiración, pero que asquerosos criminales, que hace rato están matando a nuestro pueblo.

    Hassan dice: “Pues la corrupción, ese terrorismo silencioso, condena a muchos niños a padecer enfermedades evitables, porque no hay vacunas; a numerosos ciudadanos a sufrir y hasta sucumbir, por no tener acceso a los medicamentos que necesitan; a mujeres de todas las edades a prostituirse; a cientos de miles de pobladores al desempleo crónico —abierto o disimulado—, al tiempo que se les obliga a sufragar billonarias piñatas, estrafalarios caprichos, y malversada cooperación externa; a la juventud a soportar una “educación” destinada a domesticarlos; a campesinos y etnias a jugarse la vida defendiendo sus tierras; y a los nicaragüenses todos a habitar un territorio cada vez más deforestado y seco… Aquí paro”

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