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Joaquín Absalón Pastora

Ante Los Pipitos

Hay en el templo devotos natos de la filantropía. No se yergue en sus columnas ningún altar. No recibe el gesto sumiso de la veneración. Nada que castigue a la errante miseria. ¿Cuál es el objetivo auténtico de esa inclinación?: ser amigo de la humanidad viviente y dolorida. A los que nacieron con la incapacidad desde la cuna, a los que la adquirieron, a los “pipitos”. De esa adhesión a la humanidad se derivan exquisitas ramificaciones compatibles con la bondad a cambio de sentir el placer espiritual de auxiliar. Todos los que han contribuido a mitigar las necesidades durante 17 años son los peregrinos anónimos de la generosidad. No pusieron sus nombres en las marcas de las camisas o en las pancartas de la vanidad. Se gratificaron asimismo. Hay etapas sufrientes en la vida debido a las crudezas de la inutilidad infantil. Es ahí donde el filántropo se convierte en un idealista del amor.

Recientemente estalló un escándalo que tendrá perdurable repercusión. Un estallido con celeridad mediática que ha viajado fuera de las fronteras, entre dos posiciones: Los Pipitos y Teletón. La crisis producida en esos sectores es de fondo, el efecto de un mutuo reclamo —cada uno con sus consideraciones y justificaciones— ensombrece la estructura de la causa social más relevante de la época. El dinero que gravita en los intereses de las partes es cuantioso: opaca a la incursión social de cualquier institución recolectora de fondos que haya estado implícita en el pasado.

Categóricamente afirmo: ni absuelvo, ni condeno. No quiero ser el juez repentino que aparece en la esquina de una red donde cada participante se pone en el trono de la verdad absoluta. Pero sí requerir una revisión exhaustiva, las cuentas claras en el torbellino en nombre de los “pipitos”, de las madres y de los padres de ellos (soy el padre de un autista), de los que aportaron con la deliciosa sensación de darle encanto al alma. La solución equilibrada de la pugna —esa característica ha tenido el diferendo— no debería de partir de un solo árbitro mucho menos que la decisión emane de un funcionario del gobierno (Gobernación) cuya figuración desafortunadamente apareció cuando el esclarecimiento debió ser puesto por los directivos privados de las dos partes, Teletón y Los Pipitos en la discreción interior de lavar los rincones oscuros para beneficio de los “pipitos”, los dueños del espectáculo social.

Calculado el caudal monetario que ha totalizado y superado las metas de 17 años —¿sobrevivirá el 18?— cabe afirmar que el peor daño sufrido por la campaña presente, renovada cada año en una continuidad metódica y progresiva, ha sido la pérdida de un tesoro: la credibilidad. La credibilidad no es la suma material de un dinero, es la adición de las voluntades que se resisten a ser escépticas, que no arrugan el rostro cuando contribuyen. Su detrimento es lo que más debe lamentarse en relación al futuro (el futuro no existe pero abre las puertas de la imaginación) del Teletón burocratizado por el movimiento que suscita su operatividad compleja y complicada. Se impone la negociación ventilada por los cristales transparentes de la ética.

Rescatar la pureza que tuvo la credibilidad durante tanto tiempo será un acto de reivindicación difícil, salvo que las distancias converjan en un solo punto de acuerdos, una hazaña que volvería a llenar de ánimo al corazón entumido.

El autor es periodista.

Opinión
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