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Estados Unidos, Donald Trump, Corea del Norte
Joaquín Roy

El periplo de Trump

El presidente obsesionado por su slogan de campaña preferido (“América, primero”) está de gira en el exterior. Se ha escapado del laberinto ruso y la defenestración de su director del FBI. El Oriente Medio y Europa sufren el desembarco de su Air Force One, con un coste que dejará como un picnic por el vecindario sus partiditas golfistas en Mar-a-Lago.

Este viaje inaugural ha sido un desdén para México y Canadá, ya que ha violado la costumbre de visitar a sus vecinos. Trudeau debió acercarse por Washington y tomarse una foto en el Despacho Oval, mientras la hija de Trump, Ivanka Kushner, se posesionaba del pupitre presidencial. Por cierto, destaca que el presidente viaja en esta ocasión no solamente con su séquito de costumbre, sino que le acompaña su esposa Melanie. No se sabe si cargará al presupuesto gubernamental el costo del canguro que se queda a cuidar a su hijo Barron.

Trump decidió inaugurar su viaje con una visita a la Arabia Saudita. No solamente es el estado del Oriente Medio más sólidamente en sintonía con la estrategia de Washington, cualquiera que sea el presidente, sino que se trata del mayor beneficiario de la ayuda militar, y socio de inversiones multimillonarias. Riad sabe corresponder a los favores cuando se necesita: que se lo pregunten al difunto dictador iraquí Saddam Hussein, cuando se le ocurrió invadir Kuwait. Los sauditas lideraron la liberación haciéndole un favor a Bush Sr.
Si la visita a Israel es lógica, hay que anotar la duplicación de pisar, ejecutando un difícil slalom para esquivar las colonizaciones judías, los lugares que los palestinos tienen como virtual paupérrimo estado, mientras a nadie se le ocurrirá referirse a los terrenos como “territorios ocupados”. Diplomáticamente, Trump se ha reunido con el presidente palestino Mahmoud Abbas en Belén, y con el presidente israelita Reuven Rivlin en Jerusalén. Será en aras del premio que todos los presidentes de Estados Unidos (EE. UU.) han perseguido: la firma de un tratado de paz y el establecimiento de dos estados.

Todos los caminos van a Roma. Un encuentro en el Vaticano siempre vende bien para el presidente de un país que cuenta con todavía un impresionante número de católicos. Así Trump realiza su sueño de relacionarse con las tres religiones fundamentales. Siempre quedará en el terreno de la confidencialidad, pero nada sería de extrañar que la historia luego revele que el papa Francisco le haya tirado de las orejas a Trump por el trato a los refugiados e inmigrantes. Como guinda, queda la presentación de la nueva embajadora norteamericana, Callista Gingrich (tercera esposa del antaño presidente de la cámara baja de EE. UU., New Gingrich) ante la Santa Sede. Para que no se sintiera discriminado, el tour romano se termina con una conversación con el presidente italiano Sergio Mattarella.

Antes de regresar a territorio italiano, para asistir a un cónclave del poderoso G7 en Sicilia, el bombón del viaje es la “capital de Europa”, Bruselas, que se ha ganado a pulso el honor ser el único vínculo que une a los valones y flamencos en un país en el que el único belga es el rey, y además es alemán. En realidad, lo que de veras le interesa a Trump es tener la oportunidad de suavizar la despectiva referencia a la OTAN. De ser “obsoleta”, resulta que ahora puede ser útil, si cada uno de sus miembros pagan la seguridad proporcionada por los ejércitos americanos.

En rigor, la OTAN tiene un historial de éxito notable: sin haber disparado un solo tiro en Europa, consiguió parar las ambiciones soviéticas y continúa siendo una advertencia clara para la nueva Rusia bajo Putin. Cumplió en parte su credo sarcástico: conservar a EE. UU. dentro, dejar a los rusos fuera, y a los alemanes postrados. No se debe olvidar que fue la organización que se puso a la disposición de Washington el 11 de septiembre. Trump se sentirá en su ambiente inmobiliario al inaugurar el nuevo edificio de la alianza bélica.
Trump ya se habrá arrepentido de su lamentable comentario sobre los “beneficios” del Brexit, esperando que el ejemplo cundiera. Aplicaba la máxima de los realistas que creen que “lo malo para la UE es bueno para EE. UU.” . En cualquier caso, el presidente norteamericano se encara con un ente que ha sido calificado de diferente manera. Jacques Delors lo definía como un “OPNI” (“un objeto político no identificado”). Sigue siendo un enigma, ya que se distingue de todos los experimentos de cooperación entre los estados por su especificidad de la característica de supranacionalidad de algunas de sus instituciones más emblemáticas. Ese ingrediente de su ADN confunde e irrita a los dirigentes norteamericanos, más inclinados a tratar con agentes individuales.

Sus reuniones con Jean Claude Juncker (presidente de la Comisión) y con su tocayo Donald Tusk (presidente del Consejo Europeo) no habrán hecho más que aumentar la confusión, sobre todo si algún comentarista apresurado lo mezcla con el Consejo de Europa. Sugerirle otro viaje a Estrasburgo sería demasiado. Ya lo dijo Madeleine Albright, secretaria de Estado de Clinton: para entender a la Unión Europea, se debe ser muy inteligente o… francés.

Aunque París bien vale una misa, habrá que esperar a otro viaje y un desfile por los Campos Elíseos, pero como aperitivo Trump almuerza con el nuevo presidente francés Emmanuel Macron. Su mujer le rebasa 24 años, detalle que el presidente norteamericano comparte con Melania, pero al revés. Seguro que esa coincidencia será la más recordada del periplo.

El autor es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
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Opinión
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