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La nación intermitente

El necesario acuerdo social que sirva de base a la formación de la nación nicaragüense debe orientarse a la consolidación y desarrollo de una ética de la solidaridad, de una conducta de tolerancia y de un verdadero Estado de Derecho.

Entre los múltiples acontecimientos de la vida política nicaragüense se perciben algunas tendencias que permiten caracterizar esa circunstancia compleja de la realidad nacional. Una de ellas es la falta de permanencia de una idea común de identidad y de nación, la que se manifiesta en forma intermitente solo en circunstancias especiales. Es más bien la reiteración de ciertos aspectos negativos que deberíamos superar lo que se establece como común denominador.

Cada hecho particular presenta los principales elementos que lo identifican y que permite formarse un criterio sobre su propia naturaleza, pero además de esa percepción inmediata de los hechos se capta la reiteración de ciertas conductas que subyacen a lo inmediatamente visible y que forman una especie de plataforma, que sustenta el accionar que se produce en diferentes ocasiones y contextos.

Observamos, por ejemplo, la referencia al presidente de la República de parte de instituciones diferentes, para obtener la solución de algún problema o la orden de actuar ante ellos, aunque exista la disposición constitucional y legal que no solo permite sino que obliga a accionar ante determinadas situaciones.

Es así que se ha podido ver una progresiva incidencia de la Presidencia de la República, en decisiones que corresponden a otros poderes del Estado, y a otros órganos que también tienen asignados por disposición constitucional y legal, responsabilidades y obligaciones específicas, que corresponden al problema de que se trata, al extremo que en algunos casos, el gobierno ha tomado decisiones que correspondían a las autoridades municipales, anulando así la autonomía propia de este sector.

Es ya una costumbre ver cómo las decisiones principales son tomadas por el presidente en asuntos que no le corresponden, destruyendo así la institucionalidad y los principios fundamentales del Estado de Derecho y la democracia.

Más allá de lo que pueda establecer la Constitución y de lo que dispongan las leyes, es ya un hábito ver que las instituciones funcionan como una estructura de apoyo al poder presidencial, sin tener otra atribución que la de ser un instrumento del mismo y sin tener en consideración los derechos y obligaciones que jurídicamente le corresponden.

Esta conducta, que se produce y reproduce en el ámbito del poder, se ha transformado en una costumbre y en parte de la cultura que afecta a los partidos políticos y a la propia sociedad civil, los que no pocas veces ven con indiferencia esta práctica que deforma la naturaleza misma del sistema político y de la función social.

Hay un proceso de concentración de poder y de debilitamiento progresivo de las atribuciones propias de los órganos estatales, municipales, políticos y sociales, lo que conduce a configurar un mapa en el que resulta, por un lado, un poder hegemónico, y por el otro, una serie de instituciones devaluadas, un sistema de partidos debilitados, fragmentados y confrontados, no solo por estrategias y tácticas diferentes, sino, en no pocos casos, aunque no en todos, por las concesiones y beneficios que puedan obtener del poder.

Por su parte la sociedad civil presenta cierta actividad y propuestas de cambio, a través de sus organizaciones, mientras que, en la mayoría de los casos, en la base de la misma, prevalece la indiferencia y la falta de acción de la generalidad de la población.

Este cuadro de concentración de poder, por una parte  y de fragmentación e indiferencia, por la otra, se va confirmando a través de las distintas situaciones específicas que se producen en la realidad política y social, y va produciendo la disminución de los valores y principios que constituyen la democracia, la institucionalidad y el Estado de Derecho.

La desarticulación del cuerpo social en nuestro país, se evidencia a través de tres manifestaciones principales: la fragmentación, la incomunicación y la falta de participación de la mayoría de los componentes de la sociedad civil en la búsqueda de soluciones a los grandes problemas que se padecen.

Recuperar el sentido de pertenencia a una unidad superior, sustituir el sentido de autarquía y autosuficiencia de grupos y sectores por otro integrativo y complementario, es parte del desafío fundamental que debemos afrontar y que exige una idea clara de que no deben existir unidades cerradas sobre sí mismas, sino un mecanismo de relaciones múltiples.

El momento actual de nuestro país se expande hacia el pasado y hacia el futuro. Todo presente es un punto de enlace entre el pretérito y el porvenir, lo que nos lleva a salir de nosotros mismos para reafirmar la identidad, a salir del encierro de la situación coyuntural e inmediata para poder entenderla en su adecuada perspectiva y regresar a ella para dar respuestas apropiadas a sus exigencias y demandas, para poder reencontrarnos y reconstruirnos en la arquitectura histórica y moral de nuestra realidad esencial.

Solo se percibe la identidad de lo nicaragüense cuando está a punto de desaparecer, solo se siente la existencia de la nación cuando está en riesgo de perderse. Fuera de esos momentos culminantes, la conducta ha sido de enfrentamiento y descalificación. En esas circunstancias, los particularismos y confrontaciones y la lucha por el poder, ha sido la tónica dominante. Como hemos dicho, la idea de nación y de identidad aparece en forma intermitente ante determinadas circunstancias, para desaparecer luego en medio de la confrontación por alcanzar y satisfacer intereses particulares.

Es claro que de esta reflexión no debe desprenderse una actitud intolerante como lo es todo nacionalismo irracional y extremo, sino un concepto y realidad de nación que significa identidad cultural y voluntad histórica. Sin esa identidad y sin esa voluntad toda participación en la construcción de una sociedad más integral es imposible.

La historia de nuestro país ha sido un doloroso proceso de hilvanar ausencias. En esos vacíos de lo que no se ha hecho, de lo que no se ha debido hacer o de lo que se ha olvidado, se han escapado nuestras mayores posibilidades históricas.

El necesario acuerdo social que sirva de base a la formación de la nación nicaragüense debe orientarse a la consolidación y desarrollo de una ética de la solidaridad, de una conducta de tolerancia y de un verdadero Estado de Derecho. Debe restituir lo esencial de nuestra cultura y tradición al proyecto que queremos construir y debe también contribuir a integrar, o al menos  aproximar esos sectores que están separados y contrapuestos en forma casi permanente.

El autor es jurista y filósofo nicaragüense.

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