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Fernando Londoño

Aguacate Republic

Son deliciosos los aguacates. Pero cuando de una reunión de presidentes, más siendo uno de ellos el más poderoso de la tierra, apenas sale una decisión comercial sobre el aguacate, es porque no hubo de qué hablar, o que es para callar lo que de verdad se habló.

Lo último fue lo que ocurrió en Washington cuando Trump se reunió con su gente para meterle una zurra a (el presidente de Colombia, Juan Manuel)  Santos. Lo de verdad, condenado al silencio. Y por eso no sobrevivieron a la purga más que los aguacates.

Aunque Santos tenga que guardarse la reprimenda que se ganó y sus compañeros de mesa juren que no contarán lo que oyeron, las cosas se descubren con claridad meridiana.

Para los portavoces de Trump los temas del encuentro fueron Venezuela y cocaína. Y una frase suya vale más que las montañas de paja que sueltan Santos y sus secuaces: “La epidemia de drogas envenena muchas vidas en los Estados Unidos (EE. UU.) y le vamos a poner freno”.

El tema es ese y no los aguacates, por supuesto. El equipo de Donald Trump le recordaría al de Juan Manuel Santos que en sus años de gobierno la siembra de coca y la consiguiente producción de cocaína se han multiplicado por cinco. De 42,000 hectáreas cultivadas que recibió el presidente colombiano, se pasó a 188,000, según cifras a finales del año pasado. En este momento, la superficie sembrada pasó de vuelo las 200,000 hectáreas.

A EE. UU. no le inquieta el tema agrícola. Le enfurecen sus efectos. Porque el equipo de gobierno le diría al de Santos que se estima la producción actual de Colombia en más de mil toneladas métricas de cocaína. Y ahí está el detalle, como dijera Cantinflas.

Lo que pasó no es fruto del acaso ni del calentamiento global. Es el resultado de abandonar los bombardeos, de impedir la instalación de las bases que habrían controlado la entrada de aviones con armas para que salieran llenos de cocaína, de la destrucción por las FARC, con la ayuda del general Naranjo, del radar de Santa Ana que controlaba el tráfico en el Occidente del país, de la eliminación de la fumigación con glifosato, de la prohibición de extraditar narcotraficantes a los EE. UU., y de la ruina del sistema de extinción de dominio sobre los bienes de los traficantes. Y es a todo eso a lo que se le pondrá freno.

Esa serie de errores, como a algunos pudieron parecerle, y de omisiones monstruosas, tenían una razón muy clara: cumplir las órdenes de las FARC y facilitar su enriquecimiento fabuloso. Sin esos errores y esas omisiones no se habrían logrado las 312 páginas de basura que contiene el llamado Acuerdo de Paz. En otras palabras, nos llenamos de cocaína para facilitar la tarea en La Habana de Sergio Jaramillo y de Humberto De la Calle en sus negociaciones con los criminales opulentos a los que encima se les entregó  el porvenir de Colombia.

Pues se acabó la fiesta, señores. Porque como tantas veces lo advertimos llegaría el momento en que  EE. UU.  no iban a tolerar tanta cocaína en sus calles, tantos jóvenes envenenados y adictos, tantos muertos por sobredosis, tanta violencia, tanta cárcel, tanto hospital.

Con Obama las cosas fueron a otro precio. Porque el parecido de Obama y Santos es asombroso. No se dan cuenta de nada o se dan cuenta y no protestan como ciertas mujeres ante familiaridades que se toman con ellas sin quejarse.

Santos sabía lo que le subía pierna arriba y tal vez por eso no llevó a Washington ninguno de los ministros claves para combatir la coca. Ni al de Agricultura, ni al de Medio Ambiente, ni al de Justicia, ni al del Interior. Sí llevó de paseo al de Defensa, para que hablara de las 15,000 hectáreas erradicadas en su imaginación, y de las cien mil que va a erradicar este año, sin que se sepa cómo, dónde, ni con quién.

Terminada la jornada, Juan Manuel Santos salió corriendo a llamar a su jefe inmediato, “Timochenko”, el de las FARC, para decirle que Donald Trump lo había felicitado por la paz, en una palabra de cortesía después de semejante varapalos que le metió. Y que no se preocupara por lo de la Corte Constitucional, que eso lo arreglan aquí, a garrote o mermelada.

Por todo eso, lo mejor era quedarse callado. O encontrar algo que pudiera decir. Y se le ocurrió lo de los aguacates. Quién sabe si a estas alturas Trump y los suyos entendieran la relación entre el guacamole con la cocaína, la juventud enferma, la violencia y el freno que a todo ello se le pondrá.

Tal vez crean que pasamos de República Banana a la República del Aguacate. Y que a falta de entender buenas razones, solo entendemos a rejo. ©FIRMAS PRESS.

El autor es abogado y exministro  del gabinete de Álvaro Uribe.

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