La semana pasada fue publicada en LA PRENSA la información acerca de un estudio de la fundación estadounidense Freedon House, en la cual se califica al régimen de Daniel Ortega como un “autoritarismo moderno”.
“Ruptura de la democracia. Metas, estrategias y métodos del autoritarismo moderno”, se titula el estudio de Freedom House que motivó una intensa discusión en los círculos políticos y los escasos espacios de debate público que quedan en el país.
Inclusive dirigentes del partido orteguista se involucraron en la discusión, pero lamentablemente no lo hicieron constructivamente. Echando mano de los obsoletos argumentos de la Guerra Fría, descalificaron a la institución no gubernamental estadounidense, porque según ellos es una pantalla de la CIA. Con esa misma acusación —ser de la CÍA— se justificaba durante la revolución sandinista la represión contra todas las personas que se atrevían a disentir y oponerse a aquella cruda dictadura, que era más militarista y totalitaria que revolucionaria.
Según reconocen los politólogos, el lenguaje político está lleno de ambigüedades y subjetivismos. Por eso es que muchas palabras usuales en la política —como por ejemplo, democracia y dictadura— tienen más de un significado y presentan, por lo mismo, dificultades de definición.
Eso explica que regímenes o sistemas de gobierno no democráticos que básicamente son iguales, y en todo caso muy parecidos, como el de Daniel Ortega en Nicaragua, de Nicolás Maduro en Venezuela, de Rafael Correa (y ahora Lenín Moreno) en Ecuador, y de Evo Morales en Bolivia, sean llamados de distintas maneras.
Regímenes autoritarios, dictaduras de mediana o baja intensidad, dictablandas, gobiernos iliberales, autoritarismo moderno, son, entre otros, los diversos nombres que los investigadores y comentaristas políticos ponen a esos gobiernos, en lo que a veces parecieran actos de malabarismo político según algunos críticos.
Pero la verdad es que no hay dónde ni cómo perderse. Si el sistema político de un país se basa en la regla de la mayoría, o sea que gobierna el que recibe más votos populares en elecciones justas, competitivas y limpias, tenemos allí una democracia. Si además en ese país se garantiza la participación ciudadana, existe una sociedad civil pujante, hay irrestricta libertad de información y pluralismo de medios de comunicación; la justicia es independiente, los poderes públicos están separados, los funcionarios públicos desde el más encumbrado hasta el más bajo rinden cuentas regularmente; funciona un Estado de Derecho que ofrece garantías jurídicas para todos, y los derechos humanos se respetan como sagrados, entonces no cabe duda de que estamos en presencia de una democracia republicana que, con todos los defectos que pueda tener, es el mejor sistema de gobierno y de vida mientras no se invente uno mejor.
Pero donde no hay nada de eso, como prácticamente es el caso de Nicaragua y los otros países mencionados, lo que existe es una dictadura, cualquiera que sea el grado y la forma de represión e independientemente de que la economía se maneje bien y el poder dictatorial tenga una buena relación con el gremio empresarial.
Entre dictadura y democracia no hay término medio.