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Rosario Murillo
Humberto Belli Pereira

Ranking universitarios

Pocas prácticas pueden contribuir tanto a mejorar nuestra educación superior como la del ranking: medir la calidad de nuestras universidades de acuerdo a una serie de criterios o indicadores, y calificarlas en una escala de mejor a peor.

Lamentablemente carecemos, hasta la fecha, de un ranking completo y transparente de nuestras casas de estudios superiores. El viernes pasado La Prensa publicó resultados de QS, World Universities Rankings, pero en este sólo aparecían tres universidades nicaragüenses y utilizaba algunos criterios —como citas o publicaciones por profesor y porcentaje de docentes y alumnos extranjeros— que son de mucha utilidad en países donde sus universidades investigan, pero no en países como el nuestro, dónde están casi exclusivamente centradas en la enseñanza.

Es importante que en Nicaragua se impulse dicha práctica extendiéndola a las 52 universidades registradas —entre públicas y privadas— y adaptándola a nuestras circunstancias Hacerlo transparentaría ante el público sus fortalezas y debilidades y crearía una presión saludable a favor de su mejoría académica. Fomentaría además la cultura de la evaluación; la por ahora inexistente costumbre de medir o cuantificar el desempeño, y cuya ausencia explica buena parte de las deficiencias de nuestros sistemas educativos. También promovería la correspondiente práctica de la rendición de cuentas y sería un importante servicio a los estudiantes al suministrarle insumos fundamentales para elegir su casa de estudios o carreras.

Una gran ventaja adicional, es lo barato de esta práctica. Construir laboratorios, equipar bibliotecas o entrenar maestros es mucho más caro. Un ranking anual de nuestras universidades difícilmente costaría más de diez mil dólares. Sin embargo no se ha hecho a pesar de que existe por ley el Consejo Nacional de Evaluación y Acreditación (CNEA), creado en 2011 precisamente para “alcanzar la calidad…y brindar reconocimiento a las instituciones del sistema que se esfuerzan por lograrla”. Pero hasta la fecha ha sido inoperante. Tan es así que su nueva presidente, Maribel Duriez, no pudo señalar recientemente ninguna propuesta o plan de trabajo limitándose a decir que “van a mejorar lo que se tenga que mejorar”.
La verdad es que el CNEA no es el más indicado para evaluar. Muchos de sus integrantes son juez y parte; miembros o directivos de nuestras universidades y por tanto propensos a temer evaluaciones públicas de sus instituciones. Por eso convendría que la tarea la asumiera el sector privado o alguna ONG, asistidos por profesionales del más alto nivel y utilizando criterios de evaluación consensuados.

Uno de los criterios de más peso será siempre la calidad de su profesorado: cuántos ellos tienen PhD, doctorado o máster; de dónde proceden dichos títulos –pues no es lo mismo un título de escuela de fama internacional que otro procedente de instituciones marginales—, cuál es la relación maestro alumno; cuántos de los profesores son de tiempo completo y cuántos horarios, etc.

Otros criterios son la percepción que tienen los empleadores respecto a los egresados de distintas universidades, la presencia o ausencia de selectividad en las admisiones, la calidad o coherencia de sus planes de estudio por carrera —toda universidad debería tener folletos detallados al respecto— sus facilidades físicas y tecnológicas, etc.

Un indicador muy importante, aunque más difícil de investigar, sería la empleabilidad de los egresados de distintos centros y carreras, así como sus respectivos salarios de ingreso.

El ranking de universidades, conviene repetirlo, sería un gran servicio a los estudiantes y a quienes costean sus estudios; ayudaría a evaluar la eficiencia de las inversiones educativas, y fomentaría la sana competencia. Es cierto que rankings perfectos no existen y que todos se prestan a controversias. Pero el peor ranking es el que no se hace.

El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.  
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