Los Ortega quieren demandar a Estados Unidos por los 17 mil millones de dólares en daños que supuestamente causó a Nicaragua su apoyo a la contra. Es parte de la versión oficial que siempre ha esgrimido el FSLN y que hoy repiten los textos del actual Ministerio de Educación: que durante la década de los ochenta el país fue víctima de una injusta agresión norteamericana que mató a miles y destruyó su economía.
La historia está llena de mitos y sobre simplificaciones. Esta es una de ellas, mas no en cuanto a los estimados de los costos del conflicto. Este produjo, indudablemente, costos materiales billonarios, amén de la muerte de más de veinte mil nicaragüenses, en su mayoría jóvenes y campesinos, la emigración de casi medio millón, y otras calamidades empeoradas por las irracionales políticas económicas del gobierno.
El error histórico reside en las explicaciones sobre la causa de esta catástrofe. No fue, como reza la versión oficial, por el afán del imperialismo norteamericano en ahogar en sangre las ansias de independencia del pueblo nicaragüense. El primer país en brindar considerable apoyo económico a la revolución sandinista, a pesar de su abierta simpatía por Cuba, fue Estados Unidos quien, bajo el presidente Carter, le otorgó 70 millones de dólares en 1979. Las relaciones se complicaron por una única razón: porque, simultáneamente y en secreto, el gobierno sandinista decidió armar a la guerrilla comunista salvadoreña.
Bajo Reagan, quien llegó al poder en 1981, el gobierno norteamericano percibió que esta acción del FSLN constituía un serio desafío geopolítico: con una Nicaragua y un El Salvador comunistas, Centroamérica entera podía convertirse en un área de influencia de su archienemigo, la Unión Soviética. Buscando presionar a Nicaragua suspendió su ayuda en abril, condicionado su restablecimiento a que cesaran los embarques de armas a El Salvador.
Mas los envíos clandestinos continuaron. Reagan envió entonces a Thomas Enders con un mensaje apaciguador: suspendan su ayuda a la guerrilla salvadoreña y reduzcan su ejército al nivel de los países centroamericanos; Estados Unidos a cambio no intervendrá en los asuntos internos de Nicaragua y restablecerá la ayuda. La propuesta no prosperó. Enders siguió viajando a Nicaragua hasta marzo de 1982 sin conseguir ningún acuerdo. La Dirección del FSLN había decidido dos cosas de grandes consecuencias: continuar apoyando la guerrilla salvadoreña y crear en Nicaragua el ejército más formidable de su historia —a inicios del año ya habían recibido 30 tanques soviéticos T55—, seguramente ordenados en 1980, y para mediados de 1984 tendría 150. Construyó también una gigantesca pista aérea para albergar aviones rusos de combate.
Frustrada, la Administración Reagan decidió apoyar a la contra como un medio de contener el expansionismo marxista-soviético en la región. Una injerencia sangrienta para contrarrestar otra injerencia sangrienta.
1982 fue un momento de inflexión en la historia de Nicaragua en el que un grupito de revolucionarios pequeños burgueses, cegados por su ideología comunista, embarcaron a todo el pueblo nicaragüense, que mayoritariamente solo había querido salir de Somoza para restablecer la democracia y la paz, en una guerra tan innecesaria como devastadora. El mismo Sergio Ramírez, entonces miembro de la Junta de Gobierno revolucionaria, narra, en Adiós muchachos, detalles de este mortal empecinamiento.
Es posible que futuros libros de historia, amigables a Ortega, narren que en 2017 se aprobó la desastrosa Nica Act por el injerencismo yanqui, sin mencionar que su primera causa fue la obstinación de Ortega en negar elecciones libres a los nicaragüenses. Son terribles para los pueblos los empecinamientos de líderes, que no meditan las consecuencias de sus decisiones inconsultas y que siempre pasan la cuenta a otros.
El autor fue ministro de Educación y es sociólogo e historiador.
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