Los veo cada vez que paso. Sentados en las aceras o acostados en el suelo. Sucios, golpeados. Parecen mayores, pero en su mayoría, no son viejos. Ni violentos. Y con costo caminan. Se nota que les da pena cuando se les mira. A veces veo mujeres. Algunos ahí duermen o se refugian en los aleros de las casas. Ahí comen, cuando comen. Otros, parece que solo están entre ratos.
Están tan ebrios o el alcohol les ha hecho tanto daño, que no pueden detenerse en pie. A veces saludan: “Adiós doñita”, “pase madre”. Y también puede salir uno malcriado: “Esta vieja que no me deja pasar”, dijo uno que perdió el equilibrio y casi se cae.
Mamás, hijos, hermanos, van a buscarlos, generalmente sin resultado, más que las lágrimas de las madres. Las he visto rogarles para que se vayan a la casa, que coman, tomen líquidos. “Para qué, no gastés en nada, ni voy a comer”. Un dolor para la familia, pues estén como estén son sus seres queridos.
¿De quién es la culpa? ¿La fábrica de licor, quien les da el dinero para comprar el chelín de guaro, el pulpero que les vende de a poquito en bolsitas de plástico? ¿Los amigos que los inducen, el ejemplo de familiares, las autoridades que no controlan la venta? ¿La falta de oportunidades para estudiar y trabajar, su situación económica, social, problemas en la familia, relaciones de pareja, marginación? ¿Falta de orientación, de apoyo, acompañamiento? Ellos sabrán las causas por las que toman, pero es un problema de salud pública y de derechos humanos, que lo vemos todos los días. O quizás ni lo vemos.
¿Qué se puede hacer? ¿Qué se los lleve la Policía? No, por favor. ¿No darles dinero, prohibir la venta en las pulperías? Aunque un señor me dijo que eso les haría daño, pues su organismo ya no puede sostenerse sin un trago.
Contar con más centros de rehabilitación, orientación en el barrio, en las organizaciones, por los medios de comunicación, con los amigos. Mensajes en la música podrían ayudar, pero las canciones muchas veces invitan a tomar. Trabajo, oportunidades y posibilidades de estudio, centros de sana recreación. Los sicólogos, sociólogos, médicos, el Ministerio de Salud, de la Familia, organizaciones que asumen estos problemas, pueden hacer mucho, pues para dejar de tomar necesitan ayuda profesional.
Lo mejor es la prevención para las futuras generaciones, con educación desde la infancia en el hogar, en la escuela, en el barrio. El problema es el ejemplo, en la casa, en la calle, en actividades recreativas y sociales.
Me refiero a los adictos al licor que viven en la calle. No son muchos, pero uno ya es bastante, y más si le sumamos la familia. ¿Dónde están? Da igual, pues seguramente los hay en otros barrios y en todas las ciudades. Están visibles y en lugares céntricos.
Cuánto dolor, que quizás empezó con alegría. Cuántos estarán abandonados, enfermos y al borde la muerte. La adicción al alcohol llega a todas las esferas y si no se controla se lleva todo: salud, trabajo, amistades; incluso la vida prematura del que toma y la de sus hijos, que sufren las consecuencias.
Son tantos los efectos.
Recuerdo a un amigo que me visitó. Se sentó en silencio, me miró y con papeles en la mano me dijo: “Estoy pegado. Sí, estoy listo por cabezón”. “Pero necesito un trago”. Sacó la botellita. Y se le rodaron las lágrimas.
Para mí fue un trago amargo.
La autora es comunicadora.