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José Antonio Zarraluqui

Eclipse

El lunes 21 de agosto de este año del Señor de 2017 los estadounidenses asistieron a un eclipse que pueden ver una sola vez en sus vidas. Como ocurre cada 99 años, incluso admitiendo que durante una existencia centenaria pueden tener lugar dos eclipses solares como el reciente, sería la persona tan pipiola cuando el primero y estaría tan cañenga cuando el segundo que muy probablemente no comprendería su hazaña. El fenómeno más fugaz no pudo ser porque, desde que empezó en Oregón, la costa oeste, hasta que terminó en Carolina del Sur, la costa este, ocupó brevísimo tiempo. Y no digamos lo que duró en cada uno de los 14 estados que sobrevoló, apenas un abrir y cerrar de ojos, desde segundos a, a todo tirar, dos minutos y medio.

Más fugaz imposible, pero hay que ver no la cola que dejó, sino la cola de que estuvo precedido. Y no por ser el único eclipse de sol con el que los norteamericanos se pudieron entusiasmar en mucho tiempo, pues hace 38 años hubo otro importante, sino porque este que viene cada 99 años posee una mística y un misterio excepcionales, a los que los yanquis le sacan muchas lascas.

Desde la publicidad para observarlo en las mejores condiciones, que atrajo a los hoteles de la franja afortunada a millones, y no solo nacionales, sino extranjeros, a las excursiones turísticas y la improvisación de campamentos; de la venta por internet de espejuelos necesarios para que la vista no sufriera a la creación de platos, golosinas, tragos especiales y toda clase de postales, ropas, gorras y objetos que recordaran la fecha.

Se recomendó no observar directamente el eclipse para no dañar la visión y entonces a las gafas adecuadas, que algunas instituciones regalaron como propaganda, y otras que costaban un dineral porque se anunciaban como de calidad superior, se sumaron las recetas para los que no tuvieran los espejuelos adecuados o cristales ahumados y de todos modos desearan observar el eclipse.

Resultaban tan baratas que estaban al alcance de todos y se confeccionaban con cajas de galleticas a las que había que cortar un trocito por aquí y otro por allá, y pegarles con scotch tape un pedazo de papel de aluminio, y luego abrirles en tal sitio un agujerito, y por último colocarse de espaldas al eclipse para verlo sin riesgos a través del artilugio. No faltaron tribus indias, creyentes religiosos y conspirativos que se negaran a presenciar el acontecimiento o lo tildaran de inicio del fin del mundo.

Ni escasearon síquicas, pitonisas y profesoras que prometieran el embarazo seguro a la mujer que practicara el sexo en el momento del eclipse o acertar la lotería si cerrabas los ojos para concentrarte en los números que deberías jugar mientras el sol estaba ausente y los pajaritos se recogían creyendo que la noche había llegado. No se produjeron los cataclismos ni la escasez de combustible que se pronosticaron y tal vez lo más divertido fue la teoría de que el eclipse era racista porque iba a entrar por Ohio, donde la población es mayoritariamente blanca y su paso generaría un auge de los negocios, luego atravesaría Wyoming y Idaho, donde son pocos los negros, y cuando por fin llegara al deep south no había ninguna reavivación de los negocios, por lo que se hacía evidente que este eclipse sugería la necesidad de reorganizar de cabo a rabo el sistema político norteamericano.

En fin, dado el clima de crispación que se vive actualmente en los Estados Unidos, la semana del eclipse resultó una especie de descanso vacacional que venía siendo necesario. Lo malo es que si hay que esperar 99 años para el próximo respiro, ¿cómo la población podrá soportar? ©FIRMAS PRESS

El autor es analista político.

Opinión Eclipse solar Estados Unidos archivo
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