En los últimos días los partidos políticos de Nicaragua han dado nuevas muestras de la crisis en la que están atrapados desde hace ya bastante tiempo.
Todos los partidos están en esa situación, inclusive el supuestamente monolítico y disciplinado FSLN, desde cuyo interior salen gritos airados contra la imposición de candidatos corruptos y desprestigiados para las próximas elecciones municipales. Elecciones que para muchos nicaragüenses serán otra farsa y los partidos, con sus escándalos, contribuyen a darles la razón.
Se conoce —y lo hemos dicho en otras ocasiones— que la degradación de los partidos políticos no es un mal exclusivo de Nicaragua, es un fenómeno de dimensión internacional. Prácticamente en todo el mundo se oye un clamor por la reivindicación de la política y la regeneración de los partidos. Pero las mismas personas de siempre, en su mayoría anquilosadas y desprestigiadas, siguen manejando la política y mangoneando los partidos. Y los políticos honestos, que los hay en todos los partidos, son una minoría honrosa pero sin capacidad para reinventarlos y renovarlos éticamente.
En Nicaragua, una de las causas principales de la crisis de los partidos es la falta de participación en la política de más personas capaces y honestas, lo que se explica por varias razones pero sobre todo por el ambiente represivo creado por orteguismo. La represión en sus múltiples formas amenaza a todas las personas que quisieran involucrarse en la política con sanas intenciones y las obliga a abstenerse.
Esto es un problema muy grave, porque la oposición organizada en partidos que compiten pacíficamente para tomar el poder y llevar sus programas a la práctica, es una institución indispensable para la democracia.
Donde no hay democracia es imposible que haya una oposición vigorosa, influyente y respetable. La dictadura en cualquiera de sus modalidades es un poder perverso que reprime, intimida, soborna, corrompe, divide y desprestigia a la oposición que se atreve a formarse y manifestarse.
Sin duda que los grupos políticos opositores tienen responsabilidad en el colapso del sistema de partidos, por sus malos y erróneos comportamientos. Sin embargo el mayor culpable es el orteguismo, que engañó, sobornó, corrompió y compró conciencias y voluntades para imponerse en el poder, ejercerlo de manera absolutista y tratar de quedarse con él para siempre. Acusar a la oposición es fácil, está de moda y no implica riesgos. Pero denunciar los atropellos del régimen, inclusive contra los partidos opositores, es o puede ser muy peligroso.
Está claro que mientras las personas honestas que hay en los dispersos partidos opositores permanezcan en aislamiento, porque la gente íntegra que está fuera de ellos no se incorpora a la organización y la lucha política, Daniel Ortega —y quien lo suceda— seguirá reinando como monarca medieval en un país de siervos y cortesanos.
Los partidos políticos son una institución indispensable de la democracia. No son un objeto que porque no funciona bien hay que tirarlo a la basura. Pero sí hay que regenerarlos y esto implica que la gente sana no se limite a criticar, sino que asuma la responsabilidad de hacer la buena política.