El sonido de una puerta que se abre inundó la sala de espera, que hasta hace unos minutos guardaba silencio. El hombre que acaba de salir a toda prisa no tiene pies ni manos, pero aun así anda rápido y extiende su brazo derecho, que le llega hasta el codo, para saludar. Le pregunta a una señora vestida de negro que está sentada: “¿Qué puedo hacer por usted?” Y ella le responde: “Doctor, es que traigo una citación judicial”. Él revisa el folder que ella le pasa y dice: “Ya la llamo”. Se regresa a la oficina velozmente, se sienta en su escritorio con agilidad y escribe en la computadora a buen ritmo.
De quien hablamos es de Pedro Pablo López. Él nació sin pies y sin manos, pero desde niño aprendió a caminar de rodillas y a escribir con los codos. Por su condición ha sufrido discriminación, le han puesto apodos y hasta lo han agredido. Ahora, a sus cuarenta años, es licenciado en Derecho, mediador judicial y es el encargado de la Sala de Mediación Judicial de Matagalpa.
Su historia se publicó por primera vez en La Prensa cuando él aún no se había bachillerado y desde entonces recibió ayuda para cumplir su sueño de convertirse en abogado. Obtuvo una beca universitaria y se trasladó a vivir a Managua. En el 2009 se graduó y ahora ejerce en su natal Matagalpa.
Primeros pasos
Los años más difíciles de Pedro Pablo fueron durante su niñez. Su mamá Juana Rizo es testigo de eso, pues los vivieron juntos. Recuerda que cuando salía a la calle con su hijo en brazos la impresión que causaba era tan fuerte que un par de veces le preguntaron por qué no les pidió a los médicos que le inyectaran algo para que se muriera cuando estaba bebé. Ese era apenas el comienzo de una vida llena de discriminación.
Pedro aprendió a caminar cuando tenía cinco años. Al principio se arrastraba en el suelo y después aprendió a usar sus piernas. Con el hueso que tiene la pierna derecha se apoya y con la izquierda, que le llega hasta la rodilla, se impulsa. Este fue el primer logro de su vida. El segundo fue cuando aprendió a escribir. Recuerda que veía a su hermano ir a la escuela y en una de esas le pidió a su mamá que le enseñara a escribir. Al poco tiempo lo logró: aprendió a tomar el lápiz con los codos.
La alegría no le duró mucho, pues los niños de su escuela lo discriminaban, le ponían apodos y hasta le pegaban. En varias ocasiones —según recuerda su mamá—, llegó llorando a casa y le dijo que ya no iba a volver más a la escuela. Al final lo convencía de regresar.
Durante ese tiempo doña Juana lo llevaba chineado a la escuela hasta que él le dijo que le daba pena que sus compañeros lo vieran llegar así y comenzó a llegar solo. Lo más difícil era cuando llovía y la calle se llenaba de lodo. Llegaba al salón con la ropa sucia y las burlas aumentaban. Esa época fue tan dura para él que no guarda ninguna fotografía, pues según confiesa, le entristecía verse así.
Un par de años después el trato de sus compañeros de clases para con él cambió. Su maestra habló con el grupo y estos se adaptaron a Pedro Pablo. Se integró tanto que hasta jugaba beisbol con ellos. Le ponían las bases más cerca porque no podía correr largas distancias, pero lo que más le gustaba a él era ser pícher, porque así no debía correr.
Para el 2001, después que se conoció su historia en La Prensa terminó el bachillerato y recibió una beca completa por parte del Banco Central de Nicaragua que incluía los gastos universitarios, el hospedaje y la alimentación para que fuera a estudiar a una universidad de Managua.
Lea también: “No me cortarán las alas”, la historia de José Antonio Gutiérrez
Amor en línea
Don Pedro Pablo y su esposa, Martha Carballo, se conocieron por chat. Él estaba viendo un juego de beisbol en la televisión y envió un mensaje al canal solicitando amistades que aparecía en la barra inferior de la transmisión. Le escribieron tantas personas que al azar escogió a una para seguir conversando. Esa era Martha. Hablaron durante meses hasta que se agregaron a Facebook para conocerse. Al inició él temía contarle por temor a ser rechazado, pero después de pensarlo tomó valor y le describió cómo era.
“Yo le dije que me caía bien y que quería más que amistad. Pero yo estaba con eso de que si le digo o no le digo. Temía que me rechazara, pero en una de esas me decidí y le describí cómo era. Y ella me dice: ‘Mire, no se preocupe que eso no es impedimento para mí’”, cuenta.
Después de eso siguieron conversando por varios meses hasta que él le propuso que viniera a Managua a conocerse. Ella aceptó y se quedó a vivir en Managua con él, se casaron y ahora tienen un hijo de tres años que también se llama Pedro Pablo.
El sueño de abogado
Desde antes que terminara la secundaria don Pedro Pablo supo que quería ser abogado. Sabía que se le haría complicado por sus limitaciones físicas y porque no tenía dinero para ir a la universidad. Por eso, cuando le dieron la beca no la pensó dos veces. Su mamá temía por él, pues eso significaría irse a Managua, pero al final lo animó a que se fuera a cumplir su sueño.
Muchas veces, estando en Managua, sufrió de depresión porque no se acostumbraba a estar lejos de su familia. Cuando regresaba de vacaciones le decía a su mamá que mejor ya no iba a volver, y ella lo convencía que regresara para que terminara su carrera.
En Managua se movilizaba en silla de ruedas. Contrató a un muchacho para que lo llevara desde la casa donde alquilaba hasta la universidad.
“Al inicio uno de los maestros me dice: ‘Aquí dictamos, no copiamos en la pizarra. ¿Cómo va hacer usted para copiar?’ Y le dije: ‘No se preocupe. Usted dé su clase, que yo voy a copiar’. Al final de la clase le enseñé mi cuaderno con todo lo que él había dicho. Yo aprendí a escribir abreviado para no quedarme”, dice sonriendo.
Por eso mismo aprendió a usar la computadora con ayuda de un amigo. Esto para él fue como cumplir un sueño, porque a pesar de cumplir todo lo que se proponía, no imaginaba que podría aprender a escribir en computadoras.
En 2009 se graduó de Ciencias Jurídicas en la Universidad Católica (Unica) y después trabajó en el Consejo Supremo Electoral en Managua, hasta que hace un año fue juramentado por la Corte Suprema de Justicia como mediador judicial y regresó a Matagalpa.
“Para mí lo difícil fue aprender a caminar. Después que yo aprendí a caminar, para mí no hay obstáculos. No hay impedimento que se me cruce en mi camino”, concluye.