Poco antes de que el huracán María descargara toda su ferocidad contra Puerto Rico, el gobernador Ricardo Roselló publicó en su cuenta de Twitter: “Resiste PR. Dios está con nosotros”. Al cabo de unas horas el ciclón se desplazó irascible sobre una isla cuyos habitantes hoy se preguntan dónde está Dios cuando más se necesita su cobijo.
Han sido semanas particularmente terribles en áreas como Houston, donde aún no se han recuperado de los estragos del huracán Harvey; en Florida, donde otro sistema ciclónico, Irma, arrasó en los Cayos después de devastar islas del Caribe que prácticamente han quedado inhabitables. Y mientras la masa de aire y agua bautizada como María avanzaba sobre la cuenca del Caribe, después de un fuerte seísmo el pasado 7 de septiembre, en México un segundo terremoto sacudía la parte central del país dejando centenares de muertos.
Si no fuera porque ya no nos regimos por calendarios solares ni creencias atávicas que obedecen al pánico que en el pasado provocaban fenómenos naturales que resultaban inexplicables, no sería extraño que en la nación azteca se pensara que no pudo ser mera casualidad que este movimiento telúrico coincidiera con el 32 aniversario del violento terremoto que se cobró diez mil vidas en 1985. Cuando el pasado martes en el DF los edificios se desplomaron como castillos de arena y los rescatistas luchaban sin descanso para salvar de los escombros a los niños de la escuela Rébsamen, que se convirtió en el epicentro de la angustia colectiva, fue inevitable preguntarse si Dios los había abandonado cruelmente a su suerte.
Pasamos por ciclos. En ocasiones la naturaleza es generosa y nos brinda abundancia. En otras se muestra implacable, como si una rabia irreprimible la llevara a castigarnos, a modo de huéspedes incómodos que no son bienvenidos en una casa a la que no fueron invitados. Precisamente ¡Madre!, el nuevo filme de Darren Aronofsky, aborda, aunque de un modo simbólico que habría necesitado una guía a lo largo de la proyección, la furia de la madre naturaleza contra una civilización que abusa de ella y la pisotea.
La película de este enfant terrible de Hollywood es fallida y la mayoría del público la repudia por hallarla excesiva y opaca. Sobre todo, decepciona a quienes esperan una historia ceñida al género clásico de horror, y no un retorcido juego psicológico inspirado en la Biblia, en concreto en el Libro del Génesis, para ilustrar el Apocalipsis como consecuencia de la sobrepoblación, el cambio climático y los ultrajes al medioambiente.
En su alegoría, que por momentos alcanza un paroxismo psicodélico, Aronofsky hace de una casona victoriana en el medio de la nada la metáfora de nuestro planeta. En su interior conviven una mujer y un hombre que representan a la naturaleza y un dios todopoderoso que dispone de la primera a su antojo, hasta el punto de recibir con los brazos abiertos a hombres y mujeres —Adán, Eva y su prole cainita— cuyos excesos acaban por desbaratar el orden natural de las cosas. Como en el Jardín de las Delicias de El Bosco, la vida terrenal se transforma en un infierno.
Con ¡Madre! Aronofsky, muy comprometido con la causa medioambientalista, ha pretendido dar una voz de alarma (sin éxito a juzgar por su fracaso en taquilla) en un momento en que mandatarios como Donald Trump hacen caso omiso de los efectos del cambio climático.
Es verdad que la nueva cinta del director de Cisne Negro y Réquiem por un sueño, hace aguas después de la primera hora y en vez de atrapar al espectador lo empuja a un rechazo visceral. Pero no es menos cierto que hemos visto escenas de las más recientes catástrofes naturales que resultan tan o más duras que la ficción: terribles las imágenes de personas de la tercera edad flotando en un centro de ancianos en Houston completamente inundado. Pavorosas las muertes de al menos diez ancianos en un centro de rehabilitación en el Sur de la Florida, víctimas de condiciones infrahumanas tras el paso del huracán. Cósmicamente solos sin el abrazo de un ser querido en el momento de su agonía. Legiones de gente mayor sin el apoyo de una red familiar. Huérfanos en una era de afectos virtuales.
Hoy lloramos a los niños de la escuela Rébsamen, muchos de ellos muertos por el derrumbe de los ladrillos que sostenían su centro escolar. En una entrevista estremecedora que mi colega y amigo Rogelio Moral Tagle le hizo a uno de los supervivientes, un niño de apenas once años, entre lágrimas el muchacho relató que tomó la mejor decisión de su vida al huir hacia la derecha en vez de ir en la otra dirección que condujo a la muerte a algunos de sus compañeros. El chiquillo se hizo mayor en cuestión de segundos defendiéndose de la cólera de la naturaleza. No tuvo tiempo para preguntarse si Dios estaba con ellos. ©FIRMAS PRESS.
La autora es periodista.
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