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Guerra Fría
Gina Montaner

Mandalay, el paraíso perdido

Cuando aparecieron las primeras informaciones acerca de un tiroteo en un conocido hotel de Las Vegas, el nombre del establecimiento me resultó familiar: Mandalay Bay. Poco después recordé que me había alojado allí hace unos años en un viaje de familia.

Elegir el nombre de Mandalay es apropiado en una ciudad que simboliza las más extravagantes fantasías orientales. Mandalay fue una antigua ciudad imperial de Birmania (hoy Myanmar), un país remoto del que muy poco de los cientos de huéspedes que se alojan en esa inmensa torre saben algo. Pero es una palabra que evoca tierras exóticas.

Precisamente Las Vegas, o al menos su calle principal con luminarias cegadoras que ocultan las tramoyas del decorado, es una invitación al escapismo. Un parque temático para adultos que en vez de subirse a norias se marean con la ruleta rusa; se casan en una capilla que no es la Sixtina pero la preside un notario vestido del sacrosanto Elvis; navegan en góndolas bajo un límpido cielo azul que imita al de Venecia. Cartón piedra en el último plató de Hollywood desparramado en el desierto.

Si te alojas en el Mandalay Bay es para soñar arropado por las estrellas de la planicie, no para morir como corderos atrapados en la pesadilla de una mente enferma que confunde el escenario de Brigadoon con un videojuego de exterminio apocalíptico. Una lluvia de astros a ritmo de música country transformada en una ráfaga de disparos. Un francotirador pertrechado hasta los dientes con armamento que solo se ve en las películas de guerra o en distopías futuristas en las que la humanidad ya no tiene salida.

Las Vegas es ese “all inclusive” de ilusión condensada en un fin de semana de romance y champán. De excesos y correrías innombrables. Apuestas temerarias sobre mesas de juego.  Espectáculos con lentejuelas, leones dopados, artistas marchitos que aún lo dan todo. El pálpito de que Gene Kelly podría aparecer en una esquina cantando bajo la lluvia. Un espejismo rodeado de aridez.

A Las Vegas se va a vivir al máximo. Poner a prueba el hígado y el corazón. Comulgar con la tribu en los conciertos multitudinarios. Darse atracones en buffets que incitan al pecado de la gula. Sorprender las miradas vacías de los ludópatas insomnes. Probar suerte con tragaperras que engañan a los que aspiran a hacerse millonarios en la meca del artificio.

En medio del delirio que produce este templo de la evasión lo que la gente pasa por alto es que Nevada es uno de los estados más laxos para adquirir armas. En verdad, casi todo el país es pura golosina para aquellos que desean amontonar rifles, pistolas y escopetas con sus entelequias particulares. No ocuparé estas líneas en la empresa inútil de predicar contra el despropósito de que es más fácil comprar armas que comprar la píldora anticonceptiva. Las cifras están a la vista de todos y las trágicas consecuencias son un hecho endémico en una nación que ya se ha habituado a batir el récord de la “masacre más sangrienta de la historia moderna de Estados Unidos”.

Ahora tocó en Las Vegas, donde Mandalay ya no es el eco de un paraíso perdido, sino el desolador paisaje de una batalla en la que el sentido común ha sido derrotado. ©FIRMAS PRESS.

La autora es periodista.
Twitter: @ginamontaner

Opinión Las Vegas archivo
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