Amar a Dios es la base de la fe: “Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt.6:5). Amor y perdón tienen que ir unidos siempre: “No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev.19:18).
En la respuesta que Jesús da a una pregunta llena de malicia que le hacen los fariseos, no hay nada nuevo que no estuviera en el Antiguo Testamento y que los mismos fariseos deberían haber aprendido muy bien y, sobre todo haberlo puesto en práctica. (Mt 22,34-40)
La novedad en la respuesta de Jesús está en señalar el amor a Dios y el amor al prójimo como algo que van juntos, de la mano. Nadie puede decir que ama a Dios, si no ama a su hermano. San Juan había entendido muy bien el lenguaje de Jesús y, por eso, nos dice con toda claridad: “Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso… Nosotros hemos recibido de Él este mandamiento: Quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn.4,20-21).
Una vez más Jesús nos hace ver que nada humano puede serle indiferente a Dios, ni nada divino puede hacernos indiferentes a los hombres. Lo humano y lo divino van siempre de la mano para Jesús; por eso, nos dijo en otra ocasión: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt.25,40).
Amar a Dios, por lo tanto, es amar al hermano, y amar al hermano es amar a Dios, este es el fundamento, la base de toda la Ley. (Mt.22,40).
Todo el Evangelio solo se puede entender desde estas palabras de Jesús: Amar a Dios y amar al hermano es una misma cosa. No puede concebirse el amor a Dios sin el amor al hermano. Amar a Dios y amar al hermano siempre van de la mano, están estrechamente unidos. Son un matrimonio sin posible divorcio.
El sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano pretendían amar a Dios prescindiendo del amor al prójimo que estaba herido en la vera del camino (Lc.10,31-32). Pero ese amor a Dios que prescinde del hermano, es un falso amor. Solo el samaritano que se acercó al herido y se preocupó por él, fue quien verdaderamente amaba a Dios; pues sabía muy bien que el amor al hermano es el símbolo más perfecto de que amamos a Dios.
Este es el gran reto que tenemos los cristianos. Esta es la señal de nuestra fe y esta es la base de todo nuestro compromiso como cristianos. No hay otro camino. Quien cree en el Dios de Jesús, está comprometido a amar a Dios a través del hermano. No hay otro camino. Al decir “creo”, estamos diciendo que hemos optado por el amor, por poner todo nuestro corazón en Dios y en los hijos de Dios, nuestros hermanos.
El cristiano que no ha aprendido este mandamiento básico, es un verdadero analfabeto en la fe. Por eso, San Juan nos dice: “Quien no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn.4,8).
Como dice la frase: “Yo siempre he creído que el mejor medio de conocer a Dios es amar mucho”. Pero además Jesús nos pone hasta dónde debe llegar nuestro amor: en el amor a Dios tenemos que poner “todo el corazón, toda el alma, toda la mente” (Mt.22,37).
El autor es sacerdote.