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Iglesia católica
Manuel Saavedra Marcos

Justicia, orden y educación

Era febrero de 1990 y la atmósfera estaba tensa. Eran las elecciones de Nicaragua, las grandes, las presidenciales. Pensaba en mi interior que no fuese de nuevo un mal truco del destino que haría, de nuestro pueblo disfrutar en próximas horas, la ilusión que se iba a respetar su voto, su derecho.

Todo ciudadano, ante la adversidad del sometimiento político, mientras no exista una dinámica permanente de dimes y diretes en el conglomerado político que ha decidido formar y enaltecer, se mostrará fraccionado y débil, por la falta de una idea conjunta apuntalada por cada persona. Ese día me parecía como si fuese una corazonada silenciosa, deseando un nuevo orden, donde las esperanzas estaban puestas en nuestro candidato, más que de consenso y filosóficamente deliberado, por el producto del azar de los intereses.

Bueno, ganemos, apostemos, no al bloque rojo o negro del paño de la ruleta, apostemos al 13 de la UNO y recemos por el buen oficio de los más de 4,000 observadores electorales internacionales avenidos.

La señora Violeta Barrios de Chamorro ganó; no cabía en mi espacio. ¿Cómo será vivir en democracia?, era algo nuevo para mí nunca experimentado. Había alegría en los más ardientes partidarios, aquellos que se sienten predestinados como en otros, con grandes sonrisas que reflejaban gozos; nos preguntábamos, bueno, tenemos presidente, pero y, ¿quiénes estarán en la estructura pública administrativa? ¿Nos podrán conducir?

Lo público, es lo político; lo administrativo es lo técnico. Me preguntaba ¿quiénes tienen ambas cualidades? y se abría entonces un angustioso espacio de entusiasmo por un lindo futuro, como cuento de hadas, aunque con sonrisa tímida y miedo pensaba, cuidado, solo en esta figura literaria se tiene un final feliz. Tenía miedo, a pesar de que solo un día había pasado, que alguien por ahí apareciera diciendo, “bueno, bueno, colorín, colorado, este cuento se ha acabado”.

En mi juventud fui un neófito en política, y solo me movía la animosidad porque no fuesen pisoteados mis derechos y, la justicia social con felices finales. Empecé a interesarme en política a finales de los setenta y sin mucha madurez, había crecido para esas elecciones.

Era entonces la alborada de los nuevos días de Nicaragua y ante mi personal escenario político, me dije: llegó el momento, construyamos lo que siempre hemos anhelado.

Por dónde empiezo, perdón empezamos, y dentro de mi incipiente política, lo más inmediato fue pensar en reparar todo aquel pasado desde niño que había palpado y sentido y nos había herido; pensé entonces, en justicia, respeto y educación, como pilares de la nueva sociedad.

Sí, me imaginaba esos jueces poco menos de peluca de colochos, blancos puros, con ángeles de guardaespaldas, sabios, llenos de criterios, haciendo casi justicia divina más que terrena, sin partir en forma salomónica en dos al culpable, que incluso saliese sonriente de haber sido juzgado en plenitud de todos sus derechos.

Pensaba en la importancia de sentirse libre, no solo de desplazarse por todo Nicaragua por el resguardo de la mejor institución oficial del orden, en las calles, por el respeto honorable y casi ciego que tienen de las leyes; sino también, de interactuar con cada compatriota, conversar y conformar el sueño de nuestra sociedad.

Pero, sentía que algo falta, me inquieté, ¡indudable!, antes que todo pensé, debemos educarnos; sí, me dije, educarnos como un derecho máximo sin ningún tipo de cortapisas (como Finlandia del 2000 o la de hoy día con su sistema phenomenon learning), y recreaba además mi mente para que no existiesen esas penurias de la educación pública que alguna vez había conocido, de adultos necesitados de alfabetización (experiencia impresionante de lo más difícil que he experimentado), de caminar calles polvorientas para acceder a escuelas marginales; y los maestros, ¿dónde estarán? de seguro tenemos que ir a su rescate, pedirles perdón y hacer de su vocación lo más digno de nuestro orgullo y de nuestra patria.

Con todo eso, estamos listos, concluí; ya tenía mi ideal y salí a la calle, al menos sintiendo, había crecido mi credibilidad en la sociedad.

Hoy en día, solo miro hacia atrás y me pregunto, ¿dónde están el maestro, el juez y el oficial del orden? No lo sé, y no tengo respuesta. Solo sé que debemos alcanzarlos y hablarles, para que no nos dejen y decirles, ustedes son cuando menos, tres de los principales pilares de la sociedad, de este por siempre servidor, y muchos más.
El autor es ingeniero civil.

Opinión Elecciones municipales Nicaragua archivo
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