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J. Eduardo Ponce Vivanco

Una nación que resiste

La dictadura del general Velasco y los militares de izquierda no solo engendró el terrorismo senderista de las décadas siguientes, sino empobrecimiento, represión de libertades, control de prensa, deuda externa, armamentismo y casi una guerra con Chile. Belaunde fue recibido con el primer atentado de Sendero Luminoso (1980), tuvimos una guerra con Ecuador (Paquisha), el déficit y la deuda se multiplicaron. Esta explotó en el primer mandato de Alan García, a pesar de su política de no amortizarla en más del 10%. La amenaza de estatizar la banca y su demagogia declarativa confluyeron con la irresponsabilidad del manejo económico, el déficit incremental, la reducción dramática de la reserva monetaria, la caída del PBI, la descomunal hiperinflación y la feroz embestida terrorista que el Estado era incapaz de controlar.

En 1990, un Perú exhausto optó por lo desconocido. Para evitar el shock de Vargas Llosa, votó por Fujimori y tuvo un shock tan duro como la patética situación nacional exigía y, sin embargo, lo aceptó resignado. El desconocido presidente se desprendió inesperadamente de su equipo económico heterodoxo, adelgazó un Estado obeso y aplicó un programa severo que, harto del caos, el pueblo digirió. Privilegiando la inteligencia, se derrotó y humilló al terrorismo. Por este triunfo y el reordenamiento económico la opinión pública no condenó (realmente) la disolución del Congreso ni los subterfugios constitucionales que permitieron las reelecciones presidenciales. En cinco años, el Perú crecía vigorosamente con inversión y empleo. A pesar de los golpes institucionales que recibió, nuestra diplomacia —con apoyo personal del presidente— convirtió la frustrante Guerra del Cenepa en el inicio de una extraordinaria negociación que significó la paz con Ecuador y la eliminación de la principal causa de la onerosa adquisición de armamento.

La corrupción y los hechos que ensombrecieron el fin del “fujimorato” habrían podido ser fatales para la República, porque cayeron en manos de un régimen de transición encargado de administrar una situación dramática por no más de ocho meses. Sin embargo, Valentín Paniagua estuvo a la altura del desafío para restablecer la institucionalidad democrática herida. No así su sucesor, Alejandro Toledo, que pecó por los vicios que condenaba teatralmente al gestionar su propio soborno con Odebrecht.

Sorprendiendo a todos, el segundo gobierno de Alan García tuvo una política económica acertada en un contexto global positivo y estable. Libre mercado, crecimiento espectacular del PBI, inversión privada, rigor macroeconómico y reducción importante de la pobreza. La sentencia de La Haya que amplió nuestra frontera marítima en el sur, el vigor con que se aprovechó la membresía en APEC lograda en 1998 y la iniciativa de la Alianza del Pacífico son logros que compensaron los desastres del primer gobierno aprista.

El tropezón siguiente fue cortesía del chavismo y de la misma empresa que financió a la pareja Humala por órdenes de Lula, el padrino de Lava Jato; un sofisticado cártel público-privado que se valió de la corrupción para expandir el socialismo y dominar América Latina, jugando en pared con los Castro y el chavismo.

Seguramente, confiaron en la opinión de Henry Kissinger: donde vaya el Brasil irá Latinoamérica.

La corrección vino con la curiosa alternativa electoral Keiko Fujimori/Pedro Pablo Kuczynski (PPK) que —aparte de estilos y trayectorias— ratificó la opción de los peruanos por el libre mercado.

El inesperado triunfo de PPK, fruto de un “todos contra Keiko”, produjo heridas que no han sido procesadas con madurez y son inflamadas por cualquier germen. Si aspira a ser gobierno, el fujimorismo parlamentario debe asumir la ineludible corresponsabilidad que le impone su aplastante mayoría en el manejo político del país, administrando con madurez sus facultades de control y fiscalización.

“Lava Jato” provoca escenarios malignos que deben ser abordados con una sensatez democrática que no existe. Será un duro desafío para que los ciudadanos resistamos una vez más la guerra entre políticos que sufrimos como víctimas inermes.

El Perú es una antigua y gran nación que ha superado hecatombes mayores que las de los últimos cincuenta años. Necesitamos perspectiva y lucidez para convertir este maremágnum en “la” oportunidad para inmunizar al sistema público-privado de la corrupción, noción perversa que se funda en el convencimiento de que es la única vía para hacer negocios y “progresar”. Si podemos lograrlo, el futuro de la nación será promisorio. ©FIRMAS PRESS

El autor es diplomático peruano.

Opinión Nación Resistencia archivo
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