De este Popeye que se escribe a continuación no tiene los músculos caricaturescos, pero sí está hinchado de orgullo por haber saltado sobre la barrera del maltrato. No tiene tatuajes de anclas en sus brazos, pero sí quedó marcado por la pobreza. Este Popeye es genuino. Desde pequeño se acostumbró a recibir castigo, a trabajar bajo el sol, a bañarse en la lluvia y a tener los bolsillos vacíos.
Confinado dentro de las fronteras del maltrato, Alexander Mejía era un peón más de su madrastra. Ese joven humilde de 26 años, que dio el salto al boxeo profesional en 2016 y el pasado 24 de diciembre brindó un gran combate en Japón, mira su presente sin rastros de maldad del pasado. No tiene rencores, no tiene enemigos, es sincero, un Popeye de verdad.
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Lo primero que dice Mejía cuando se toca el tema de su infancia es que fue muy dura. “Desde los ocho años vendo mangos y jocotes en las calles”, expresa sin complejos el boxeador. A los dos años su mamá desapareció, se crio con su papá y su madrastra, que siempre lo trató como cualquier cosa, menos como un hijo. “Todo el tiempo trabajaba para ella. Desde la mañanita salía a vender mangos y jocotes y si no regresaba a las cinco con toda la venta hecha, se molestaba y me golpeaba, además que tenía que salir otra vez de noche a terminarla”, recuerda Mejía, sin ningún miedo a rememorar el pasado.
A pesar de la situación compleja familiar que vivía, Mejía aprendió en la calle que para salir adelante se necesita astucia, en ese lugar que sobrevive el más fuerte y donde conoció todo tipo de personas, pero nunca se contaminó. “Uno en las calles ve de todo”, indica. Dice que siempre fue bueno para las peleas y una vez, mientras recogía pelotas de tenis en el parque Luis Alfonso Velásquez junto a su hermana, un muchacho la quiso golpear. Mejía reaccionó de forma inmediata y le rompió la cara a uno de sus primeros oponentes. “De ahí me comenzaron a decir Popeye”, explica.
El día que dijo: “No más”
Con 17 años de edad y nueve de ser vendedor de mangos y jocote por las calles del barrio Bóer, Santo Domingo y el 19 de Julio, Mejía se fue de la casa por primera vez, esa travesía duró una semana. “Le doy gracias a Dios que esa primera vez que me fui me abrió los ojos. Fue un día feriado y mi madrastra me dijo que debía vender todos los mangos y jocotes, pero no había gente en las calles y como tuve miedo de regresar con todo los productos, mejor decidí escapar y evitar que me golpearan”, relata.
Popeye regresó a su casa por su hermana y su papá, pero un año más tarde partió definitivamente. “Me iba mejor vendiendo solo mis cosas y además que ya estaba metido en el boxeo”, cuenta. A los 15 años fue cuando decidió entrar formalmente al boxeo. Se dirigió al gimnasio que estaba ubicado en el antiguo Estadio Dennis Martínez. Ahí empezó con Bayardo Martínez. “Yo tengo un aprecio enorme por mi primer entrenador, me enseñó muchas cosas. Luego me alejé del boxeo por seis meses, porque fallé a un combate debido a que mi madrastra me obligó a vender hasta tarde y cuando miré la hora ya no podía llegar al combate”, afirmó Mejía.
“Quiero tener una casa”
A Popeye nunca le han regalado nada. Siempre ha trabajado duro por tener lo poco que posee. Fue parte de la Selección Nacional de Boxeo durante tres años, ganó dos veces campeonatos centroamericanos y representó a Nicaragua en los Juegos Centroamericanos y del Caribe en Veracruz. Como boxeador aficionado realizó 123 peleas, ganando 105 y perdiendo 18. Desde que debutó en el boxeo profesional, en 2016, había trazado en sus primeros ocho combates ocho victorias, hasta que el pasado domingo cayó en una reñida pelea en Japón contra el exretador a la corona mundial Hiroshige Osawa (33-4-4).
Actualmente su sueño es tener una casa. “Vivo en una casa que cuido. Los dueños viven en Costa Rica. Me casé hace un año, no tengo hijos y de lo que gano en el boxeo ahorro lo que puedo para comprarme mi hogar: ese es mi sueño junto a ser campeón mundial”, afirma Mejía.
Boxísticamente Alexander es fuerte y valiente, débil defensivamente pero grande de corazón. Entrena con Sergio Quintana, visita la iglesia evangélica Mi Buen Pastor, trabaja levantando bloques y cargando camiones de arena de lunes a viernes, luego trabaja tres horas en el gimnasio en su adiestramiento en Tropical Boxing y los fines de semana alista su canasto de mangos y jocotes para ganarse la vida. “Hay que trabajar para comer”, agrega.
Este Popeye de carne y hueso ha pasado de ser maltratado y explotado durante su infancia, a ganar 100 córdobas cuando se independizó, luego a alcanzar su mejor bolsa de 14,000 córdobas en Nicaragua como boxeador profesional hasta lograr 6,000 dólares en su última pelea en Japón. “Nunca pensé tener tanto dinero. Yo seguiré siendo el mismo humilde y trabajaré aún más fuerte”, confiesa Mejía, el verdadero retrato de un Popeye navegante y sorteador de la pobreza, el mismo muchacho que se vio forzado a dejar sus estudios en primer año y nunca deja de soñar.