La aplicación de la Ley Magnitsky al presidente del Consejo Supremo Electoral (CSE), Roberto Rivas Reyes, ha planteado un tema interesante del debate político.
Se trata de que si los alcaldes y concejales opositores que resultaron electos en los comicios municipales de noviembre pasado, deben jurar sus cargos o no ante un presidente del CSE que ha sido sancionado por los Estados Unidos (EE.UU.) bajo las acusaciones públicas —aunque no judiciales— de fraude electoral, corrupción y violación a los derechos humanos.
Como dijo un eminente académico del derecho, no se trata de un problema jurídico ni político, sino ético. Sin embargo, mueve a reflexionar hasta dónde lo jurídico y lo político están vinculados o disociados de lo ético.
La ética, se dice en los textos de la materia, “es la teoría de la conducta humana vista desde la perspectiva moral”. Pero, ¿esta regla se aplica también a las personas que se dedican a la función política partidista?
En todas partes siempre hubo quienes sostuvieron la tesis de que la política tiene que practicarse de conformidad con la ética. Del mismo modo otros han asegurado que la ética y la política son cuestiones distintas y que no debe mezclarse la una con la otra. Dicen que la política es el arte de lo posible y por lo tanto no hay que ponerle trancas éticas que hagan imposible el logro de sus objetivos, que son de interés común.
Inclusive algunos teóricos de la política califican de “trágica” la relación la de la ética con la política, porque si el político somete sus actos a los principios y mandatos éticos corre el riesgo de fracasar irremediablemente y si los omite se convierte en un ser inmoral.
En la actualidad se prescinde cada vez más de la ética en la práctica política. Pero al mismo tiempo, desde diversas tribunas se advierte que esta es una de las causas principales de la crisis de valores que sufre la humanidad. Crisis que no solo es de valores políticos, sino también institucionales, sociales, culturales y familiares.
Frente al criterio relativista cada vez más generalizado, de que a los políticos hay que juzgarlos por sus resultados, por las obras que realizan en el poder y no por su conducta, alzan su voz quienes insisten en la necesidad de una renovación moral de la política, porque —aseguran— los resultados nunca serán realmente buenos si la acción política no está sustentada en valores éticos.
De manera que la decisión de tomar posesión o no de las funciones municipales, ante un funcionario que ha sido sancionado por graves acusaciones de fraude electoral, violación de derechos humanos y corrupción, depende de cuánta importancia concedan las personas electas y sus partidos a la ética, o a la conveniencia política y económica de ocupar dichos cargos.
Nosotros, que no tenemos ningún interés partidista ni aspiración a ejercer cargos públicos remunerados por el Estado, creemos por eso mismo que la decisión deberían tomarla los interesados poniendo los principios éticos por encima de todo. Pero esto es algo que tienen que resolverlo ellos mismos y sus partidos, conforme a sus conciencias y el valor que le concedan a la ética política.