Pocas cosas tienen tanta importancia en el mundo como los cambios culturales. Esta es una de las enseñanzas de la Navidad y la subsecuente expansión del cristianismo; Jesús no organizó un ejército para expandir su doctrina sino que se limitó a una predicación y a un ejemplo de vida orientados a inculcar en las mentes y los corazones una nueva fe y unos nuevos valores. Estos arraigaron en una minoría que luego creció y se extendió en el mundo antiguo transformándolo desde adentro. Ellos actuaron como un fermento cultural —como levadura en la masa— que irradió nuevos valores, afectó profundamente las costumbres, el arte, la literatura y las leyes, y tuvo vastas repercusiones políticas y sociales.
Al lado del cristianismo, otros actores y movimientos han inducido también grandes cambios culturales con sus correspondientes ramificaciones. Confucio, en China, (551-479 a.C.) contribuyó decisivamente a fomentar en su pueblo la creación de familias fuertes y unidas, y a una ética que enfatizaba la moralidad personal y gubernamental —con su correspondiente repercusión en características hoy visibles como la meritocracia y la disciplina.
Los ejemplos podrían multiplicarse en todos los continentes y épocas. Algunos de los cambios culturales han sido humanizadores, otros no; unos han promovido el comportamiento ético, otros, como el relativismo moral y la revolución sexual de los años sesenta en adelante, lo han erosionado. Pero la lección que dejan es la gran influencia que tienen las convicciones sobre lo que es bueno o malo, justo o injusto, deseable o abominable, sobre los comportamientos individuales, familiares, y las formas de organizar la sociedad.
Desafortunadamente, esta conciencia sobre la importancia de dichos factores ha sido oscurecida en el mundo moderno. Primero por el marxismo, para quien los cambios culturales eran reflejo de las estructuras económico-políticas. Luego por el pensamiento desarrollista secular, para el cual la modernización del Estado y la economía traería en su estela valores más acordes con el progreso y la economía libre. Ambos enfoques han tenido el mérito de iluminar la influencia que los factores económicos pueden tener sobre los culturales, pero el desacierto de exagerarla al punto de considerar a los valores como meros subproductos. El punto de vista más acorde con la complejidad de las cosas está, más o menos, en el medio; ambos, los factores culturales y económicos, tienen mucha influencia recíproca y ambos pueden exhibir, a ratos, altos grados de relativa autonomía. No hay causaciones lineales ni simples.
Una experiencia durante mis primeros años como sociólogo me ayudó a visualizar esta realidad. Fue en el pueblito de Puerto Morazán, cerca del Golfo de Fonseca, donde una ONG trataba de mejorar la economía de sus habitantes organizándolos en cooperativas y dotándolos de lanchas motorizadas, vehículos y frigoríficos. El proyecto fracasó. Uno tras otros los tesoreros se robaban los fondos, los choferes vendían piezas o llantas de los vehículos y los pocos pescadores que lograban aumentar sus ganancias las gastaban en los prostíbulos cercanos o en licor. Casi todas las familias eran víctimas del abandono paterno. Las madres tenían entonces que dedicarse a trabajos informales mientras sus hijos crecían, sin modelos de identificación masculina y sin valores, listos a reproducir más tarde la conducta de sus padres. Vi entonces que ningún cambio político ni ayudas externas podrían cambiar la suerte de esta minisociedad mientras no se emprendiera el arduo trabajo de cambiar sus valores o su cultura.
Aunque la Nicaragua de hoy no es totalmente idéntica a la de Puerto Morazán, algo parecido podría concluirse: es preciso empeñarnos en cambiar la mente y el corazón de sus habitantes si queremos un futuro distinto al que muestra nuestra historia.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.