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Durante una marcha que se celebró en Managua, Elea Valle sostiene una imagen de sus dos hijos asesinados por el Ejército el pasado 12 de noviembre. La niña es Yojeisel Elízabeth, quien tenía 16 años de edad cuando la mataron y su hermano Francisco Alexander, de 12. LA PRENSA/OSCAR NAVARRETE

La tragedia de Elea Valle, madre de dos menores masacrados por el Ejército

El 12 de noviembre pasado el Ejército le mató a Elea Valle a sus dos hijos mayores, a su esposo y a un cuñado. Hoy, la voz de Valle se alza para desmentir al Ejército y acusar al régimen por la muerte de sus seres queridos

Mientras avanzaba montada en una bestia, Elea Valle no sabía si iba caminando o si iba cabalgando. No sabía si iba haciendo contacto con la tierra o si iba volando. Cuando no llevaba la mente en blanco, la llevaba ocupada con la imagen de sus dos hijos mayores. Poco antes de llegar a su destino vio un “lucerío” y una multitud. Le dijeron que allí era donde estaban muertos sus hijos y Elea Valle recuerda que le metió las espuelas a la bestia lo más fuerte que pudo. La idea que tenía era matarse. No lo logró porque sus acompañantes, que también montaban, lograron controlar al animal.

Al llegar adonde estaban los cadáveres de sus hijos, en un potrero, a la par de ellos Valle vio que había un hoyo con otros cuerpos. Uno de ellos era el de su esposo Francisco Pérez, conocido como el Charrito. Pero eso debe de haber sido en fracciones de segundo, porque lo primero que Valle hizo fue tratar de abrazar a sus hijos. Forcejeó con las personas que la sujetaron para que no los tocara, porque ya estaban descompuestos. Consiguió tocarlos pero se desmayó casi inmediatamente.

Elea Valle volvió en sí y vio los cadáveres de sus hijos y nuevamente intentó abrazarlos. La gente la agarraba y ella gritaba, atacada, llamando a sus hijos. Las personas del lugar —una comunidad llamada San Pablo 22, en La Cruz de Río Grande—, solo estaban esperando que Valle llegara para que pudiera ver a sus hijos. Seguidamente, poco después de las 7:00 de la noche del lunes 13 de noviembre pasado, procedieron a sepultar a las seis personas que habían muerto en esa ocasión. Así lo habían ordenado miembros del Ejército de Nicaragua, los causantes de esas muertes.

Una llamada mortal

El jueves 9 de noviembre pasado, tres días antes de que le mataran a sus dos hijos mayores y a su esposo, Elea Valle estaba en su rancho, en una comunidad de La Cruz de Río Grande que se llama San Antonio, con todos sus hijos, cinco en total. No estaba separada de su esposo Francisco Pérez, pero tenía dos años de no vivir con él porque el hombre se había ido a la montaña siguiendo a su hermano, Rafael Pérez Dávila, alias el Colocho, un excontra de los años ochenta que se había rearmado en contra del actual régimen de Daniel Ortega.

Para sobrevivir, Elea Valle se apoyaba en sus dos hijos mayores. Yojeisel Elízabeth tenía 16 años de edad. Andaba de novia con Erlin, un muchacho de 18 años de edad que trabaja en las minas de Bonanza. Ahora en este mes de enero, a finales, Erlin iba a llegar a la casa de su novia para pedir su mano. Se iban a casar.

Yojeisel Elízabeth Pérez Valle, de 16 años de edad, y su hermano Francisco Alexander, de 12, muertos a manos del Ejército de Nicaragua. LA PRENSA/ REPRODUCCIÓN

Yojeisel Elízabeth era una gran ayuda para su madre, que se gana la vida lavando y planchando ajeno. Especialmente en los últimos meses, cuando su madre está muy enferma, con problemas en la vesícula que le provocan fuertes dolores en la cintura e intensos dolores de cabeza, la muchacha iba a lavar y a planchar en lugar de su madre.

El hijo varón, Francisco Alexander, con apenas 12 años de edad, también era pilar del hogar. Todos los días salía con un machete a trabajar y regresaba con al menos cien córdobas a su casa. Con eso, la mamá se ayudaba para alimentar a toda la familia, que la completan otros tres niños, una niña de 11 años de edad y dos varoncitos de 8 y 5 años.

El cuadro de pobreza de la familia no podía ser peor. Elea Valle logró cursar el segundo grado de primaria. No sabe leer ni escribir, aunque sí sabe contar. Pero sus hijos, tanto los dos grandes como los tres pequeños corrieron peor suerte que ella. Ninguno ha tenido la oportunidad de pisar, aunque sea por un día, el aula de una escuela. Por eso, aquel jueves 9 de noviembre pasado, de lo que hablaban era de que en este año 2018 iban a entrar a clases por primera vez, pero recibieron la llamada de Francisco Pérez.

—Quiero ver a los niños. ¿Por qué no me los mandás?

—Puede haber peligro para ellos.

—No. ¿De qué puede haber peligro? Los niños no van a tener problema. Me vienen a ver y luego se regresan.

Valle soltó el teléfono celular un momento y llamó a su hija Yojeisel Elízabeth y le dijo: “Dice tu papa que quiere verse con ustedes”. La hija tomó el celular y habló con su padre.

—Papa, nosotros vamos si nos ayuda con algo de plata. El año que viene queremos estudiar. No sabemos ni una letra.

—Como no hijita. Les tengo una cosita para darles, para que compren cuadernos, lápices, mochila…

Valle retomó la llamada con su marido y le prometió que al día siguiente, viernes 10 de noviembre, muy de mañana les iba a mandar a sus dos hijos mayores.

El origen

En Bilampí, una remota comunidad del municipio de Paiwas, en el Caribe Sur del país, nació hace 38 años Elea Sara Valle Aguilar, hija de Gilberto Valle y Victoria Aguilar, hoy un par de ancianitos. Ella apenas aprendió a firmar con su nombre y a contar. Desde pequeña le ayudó a sus padres en las labores del campo.

A poca distancia de Bilampí se ubica la comunidad El Toro, donde está la iglesia evangélica Jerusalén. Allí Valle conoció a su futuro esposo, Francisco Pérez, y al hermano de este último, Rafael Pérez Dávila, el Colocho. Los tres fueron bautizados en esa iglesia. Según le contaron ellos después, los dos hermanos eran desmovilizados de la contra, el grupo armado que luchó contra el primer régimen sandinista de los años ochenta.

A los seis meses de haberse hecho novia de él, ella le dijo que fuera a pedir su mano. “Por dos meses no jalamos los dos años”, recuerda Valle. Cuando se casaron, de velo y corona, ella tenía 17 y él 23. Vivieron un tiempo con los viejitos, los padres de ella, pero después se trasladaron a la montaña. Esa es la razón por la cual ninguno de sus hijos pudo ir a la escuela.

Según cuenta Valle, la vida con Pérez fue buena. Procrearon cinco hijos. Él vivía trabajando en el campo. Hacía unos tres años que compró dos manzanas y media de tierra, en diez mil córdobas, pero ya no las pudo trabajar porque luego se fue a la montaña.

Valle recuerda que sus dos primeros hijos ella los parió con ayuda de parteras, pero a los últimos tres los dio a luz solo con la ayuda de su marido. “Él me asistió. Me daba remedios cocidos. Cuando nacían los niños él les cortaba el ombligo y después los bañaba”, afirma la mujer.

Además, Francisco Pérez trabajaba activamente en la iglesia evangélica de la comunidad. Era el presidente de Música. Le correspondía limpiar las guitarras y prepararlas para los cultos. También era diácono y hacía visitas con el pastor.

La persecución

La vida de la pareja comenzó a cambiar cuando por la zona donde residían, en La Cruz de Río Grande, en varias ocasiones pasó por el lugar Enrique Aguinaga Castillo, conocido como comandante Invisible. En las elecciones del 2011, en un centro de votaciones de Coperna mataron a un fiscal de ruta del FSLN porque los sandinistas habían robado votos. A Aguinaga lo señalaron de haber sido uno de los que dio muerte al fiscal de ruta y desde entonces se había alzado en armas en contra del actual régimen de Daniel Ortega.

Aguinaga era amigo del cuñado de Valle, Rafael Pérez, el Colocho. Y cuando pasaba por el lugar hablaba con este último para que se uniera a los armados. Valle explica que a oídos de los del Ejército comenzó a llegar el rumor de que el Colocho tenía conexiones con los armados y lo comenzaron a perseguir. El Colocho finalmente se fue con Aguinaga.

El Colocho trataba de que su hermano Francisco Pérez también se fuera con ellos, pero este se negaba. No quería abandonar a Valle y a sus cinco hijos. Sin embargo, dice Valle, a su marido el Ejército también comenzó a perseguirlo. Tenían que andar buscando casa constantemente, en donde los militares no lo encontraran, pero fue imposible. Ella le pidió a su marido que no se uniera a los armados pero el hombre finalmente se fue con su hermano.

Elea Valle, madre de dos niños que murieron en la masacre de La Cruz de Río Grande, cometida por el Ejército de Nicaragua. LA PRENSA/ ARCHIVO
Elea Valle, madre de los dos niños que murieron en la masacre de La Cruz de Río Grande, cometida por el Ejército de Nicaragua. LA PRENSA/ ARCHIVO

El camino a la muerte

El viernes 10 de noviembre pasado, durante el amanecer, los dos hijos mayores de Elea Valle emprendieron el camino en busca de su padre, a como ella se lo había prometido a su marido. Se fueron a pie. El viaje duró dos días.

Por la tarde de ese viernes, sus hijos llamaron a Valle. “Vamos en camino, mamá”, le dijo Yojeisel Elízabeth.

A las seis de la tarde de ese mismo día la volvieron a llamar. “Mamá, ya se nos hizo noche. Nos vamos a quedar en una casa”, le dijeron. Al día siguiente, sábado, por la mañana, la volvieron a llamar. “Vamos en camino, mamá”.

A las cinco de la tarde del sábado la llamaron nuevamente. “Ya estamos en el punto, mamá”. Elea Valle escuchó la alegría de sus hijos por ver a su padre después de dos años. “Ellos se regocijaron, se emocionaron. Me dijeron que se iban a quedar con su padre esa noche, para conversar con él y que al día siguiente me iban a llamar a las 6:00 de la mañana”, recuerda Valle.

La niña llevaba un teléfono celular barato, pero estando con el papá se les acercó un hombre vendiéndoles uno de mejor calidad. Francisco Pérez le compró el aparato a su hija. “Mi papá me compró un celular. Está bonito, es táctil”, le contó la muchacha a su mamá.

Lo último que Valle habló con sus hijos es que esa noche dormirían con su papá y que al día siguiente, a las 6:00 de la mañana, la iban a llamar cuando emprendieran el viaje de regreso. Además, le dijeron que tenían bien cargado el teléfono celular. Valle no supo cuánto dinero le dio su marido a los muchachos, ni qué más hablaron.

A la mañana siguiente, Valle llamó a sus hijos. Lo hizo varias veces, pero solo le salía el buzón de voz. Los intentos no cesaron en el resto del día. Era el domingo 12 de noviembre. Una amiga la invitó a una promoción, a la cual Valle no quería ir porque estaba preocupada por sus hijos. ¿Los habían asaltado en el camino para quitarles el dinero que les había dado su papá? ¿Los habrán matado? Esos eran los pensamientos de Valle. Fue a la promoción pero no estuvo tranquila.

A las siete de la noche de ese domingo recibió una llamada telefónica. Era un amigo de la comarca adonde habían ido sus hijos.

—Mirá madre, me pesa decírtelo, pero ha pasado algo.

—¿Qué pasó? —respondió Valle pensando en sus hijos.

—Fijate madre que están las bullas, yo no digo que sea cierto, pero están los rumores que asesinaron a tus hijos, junto con el papá. Mirá madre, ¿para qué mandaste a tus hijos?

Elea Valle ya no siguió escuchando. Pegó un grito y salió corriendo. Quería tomar el camino por donde sus hijos se habían ido. Pero la gente que estaba cerca de ella la agarró de la cintura y la ayudaron a calmarse.

Después hicieron otras llamadas y otras personas confirmaron la muerte de sus hijos y de su esposo.

A las cuatro de la mañana del pasado lunes 13 de noviembre, Valle salió de su casa y emprendió el camino en busca de sus hijos. Le acompañaban su hijo de 8 años de edad y una sobrina de su marido. Por momentos viajó a pie y durante la travesía abordó dos buses.
Por la tarde la llamaron para decirle que el Ejército había dado la orden de que enterraran los cuerpos, pero ella rogó que todavía no lo hicieran, pues quería ver a sus hijos.

A las cinco de la tarde llegó a un punto en donde unas veinte personas montadas en bestia la estaban esperando con un animal también para ella. Como a las siete de la noche llegó donde estaban los cadáveres. Fue cuando en su desesperación se quiso matar y le metió las espuelas a la bestia.

Cuando llegó junto a los cuerpos de sus hijos, Valle vio que al varoncito le habían apuñalado los costados, uno de los brazos y la mano izquierda. También tenía balazos en el pecho. De largo vio al esposo y se fijó que tenía un hueco en la cabeza y que no estaban los sesos. El cuñado de ella, Colocho, estaba quemado en el rostro, el pecho y los brazos. Y a su hija, su niña, las personas del lugar le dijeron que la habían violado, que la habían colgado de un árbol y la habían desnucado.

Dos meses después

A casi dos meses del hecho, Valle todavía le reclama los cuerpos de sus hijos y de su esposo al Ejército. Para eso vino a Managua, para denunciar en el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh) que el Ejército no le entrega los cadáveres de sus seres queridos. Andaba muy enferma y la llevaron a una clínica donde le dijeron que se tiene que operar lo más pronto posible. Pero ella no se opera sino hasta que le devuelvan a sus hijos y a su esposo. Ella no puede dormir pensando que ellos están enterrados en una fosa, sin ataúd. Lo que más desea es darles una sepultura adecuada.

En Managua a Valle le dieron una ayuda económica, durante una marcha en la que se encontró con la lideresa anticanal Francisca Ramírez, y con eso ha logrado sobrellevar estos días, pero ya el dinero se le agotó. “Por 25 pesos no eran los cinco mil (córdobas)”, dice.

Desde que le mataron a sus hijos, no ha podido trabajar. Noches enteras que no duerme y ya no tiene qué darles de comer a los hijos que le quedaron vivos.

 

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días han transcurrido desde que ocurrió la masacre en donde murieron los dos hijos mayores, el esposo y un cuñado de Elea Valle Aguilar y el Ejército aún no le entrega los cuerpos de sus familiares, quienes fueron enterrados en una fosa y sin ataúd.

Los hechos

Aproximadamente a las cinco de la mañana del domingo 12 de noviembre pasado, el Ejército se enfrentó con un grupo liderado por Rafael Pérez Dávila, el Colocho, en la comunidad San Pablo 22, en La Cruz de Río Grande. Murieron seis personas, entre ellas Colocho, su hermano Francisco Pérez, el Charrito, así como los hijos de este último, Yojeisel Elízabeth, de 16 años de edad y Francisco Alexander, de 12.

Un día después de haber ocurrido la masacre, las autoridades militares intentaron dar una explicación sobre la masacre en la que murieron los hijos y el esposo de Elea Valle Aguilar.

Le imputaron diversos delitos a Rafael Pérez Dávila, el Colocho, tales como violaciones, asesinatos, homicidios, robos y abigeato.
Los militares también dijeron que habían perseguido al grupo del Colocho debido a denuncias de productores de la zona, quienes ya no toleraban las andanzas de los armados.

Según el Ejército, al grupo le ocuparon cuatro fusiles AK, dos escopetas calibre 12 y municiones, así como veinte libras de marihuana.


El director jurídico del Cenidh, Gonzalo Carrión. LA PRENSA/ EDUARDO CRUZ

Estado destruyó a una familia

“La familia es el núcleo fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de esta y del Estado”, reza el artículo 70 de la Constitución Política de Nicaragua, el cual, no se cumplió con la familia de Elea Valle Aguilar, a quien el 12 de noviembre pasado el Ejército de Nicaragua le mató a su esposo y a sus dos hijos mayores.

Así lo indicó el director ejecutivo del Cenidh, Gonzalo Carrión, quien señaló que las condiciones de pobreza de esta familia indican que el Estado no proveyó a la misma de salud, educación, vivienda y otros derechos, sino que le cayó con “la mano más terrible” que tiene, la militar.

Por otra parte, Carrión resaltó el actuar de Valle Aguilar, quien, a pesar de las dificultades económicas, desde La Cruz de Río Grande llegó a Managua para alzar la voz y denunciar al Ejército. “Doña Elea nos ha dado una lección de dignidad. No solo ha elevado su voz, sino que también les ha dicho mentirosos (a los del Ejército). Doña Elea tiene un valor ciudadano muy grande”, expresó Carrión.


“Que se vaya Ortega”

Hasta antes del domingo 12 de noviembre del pasado año 2017, Elea Valle Aguilar no tenía nada en contra de Daniel Ortega. Sabía que el Ejército anda en persecución de los campesinos y que su propio marido tuvo que huir para no ser alcanzado por los militares. Pero ese domingo 12 de noviembre los soldados de Ortega le arrebataron a sus dos hijos mayores y a su esposo.

“A mí no me interesa Ortega. No me interesa ningún partido político. Si uno no trabaja no come. Yo no opinaba por Ortega, pero ahora con esta cosa que ha hecho (crimen de sus hijos), ahora sí que se vaya ese diablo”, expresó Elea Valle. “Aquí en el campo tiene panteones”, agregó.

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COMENTARIOS

  1. Sin tapujos
    Hace 6 años

    Mucho de lo que leemos, escuchamos y vivimos solo recuerda la otra dictadura brutal: los Somoza.

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