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Fco. Javier Sancho Mas

A las cinco, Claribel

En el lugar donde me encontraba eran las cinco de la tarde. Me acordé de que a esa hora solía sentarme con mi madre a conversar cuando vivía. Y ahora, cuando tengo un poco de tiempo, también lo hago imaginando que está, sintiéndola cerca. Mi madre tenía los ojos y los labios modelados para la sonrisa.

Creo que alguna vez se lo dije a Claribel Alegría. Eso de las cinco de la tarde. Porque ella, siempre que la llamaba para hacerle una visita, me citaba a esa misma hora. Si con mi mamá era café lo que tomábamos, con Claribel era ron blanco, acompañado de maní o algún bocadito. Allí en su jardín, Claribel era también la sonrisa.

Hemos sido afortunados quienes la hemos conocido en sus dos últimas décadas, en su jardín siempre abierto a las visitas. La suya ha sido una casa de la poesía y un refugio para quien buscaba que le levantaran el ánimo o quien quisiera recordar el París de los años sesenta, o los días terribles de El Salvador y sus desaparecidos, o sobre todo aprender del amor.

Porque Claribel ha sido una de las personas más enamoradas que he conocido en mi vida. Su marido Bud dejó un hondo vacío en ella. Trató de consolarse haciendo un viaje por Oriente, pero en un vagón de tren, se encontró con un hombre viudo que le dijo que ese vacío siempre le acompañaría. Y se mudó a vivir acompañada de la ausencia. Parece una paradoja sí, por lo menos hasta que uno se encuentra en esos días en que llegan las cinco de la tarde y empieza a conversar con amores ausentes. A partir de hoy, Claribel se unirá a algunas de esas tertulias por seguro.

Yo le agradezco la sonrisa y la brisa del jardín a esas horas en que el calor Managua se hacía respirable. Le agradezco que me hablara de su mentor, el poeta de mi tierra natal, Juan Ramón Jiménez, que le editó su primer libro de poemas. Que me hablara de sus manías y sus delicadezas.

Claribel logró hacer de la sinceridad una prueba de amistad. Porque no es lo mismo que te digan “eso no me gusta” con un mal gesto, que te lo digan con la cortesía inclaudicable de la sonrisa. A ella acudían jóvenes poetas, como Francisco Ruiz Udiel, quien muchas tardes salió de año con el espíritu alzado. No en vano él la bautizó “Su majestad”.

En un período reciente de convalecencia grave, Claribel creyó ver a la “gitana”, esa figura que su imaginación asociaba con la muerte y que le avisaba de que esta estaba cerca. Pero no sé, creo que la poeta salvadoreña-nicaragüense concebía la muerte como un reencuentro con su amor, así que no le tenía miedo. Quizá no haya conocido a nadie con menos miedo a la muerte que ella y con tanta esperanza de lo que había después. Volver.

Cuando iba a cumplir 81 años, le hice una entrevista para caratula.net. Y precisamente le recordé uno de sus versos. Transcribo aquí lo que me dijo:

P. ¿Aún desea sorprender a la muerte? Lo digo por ese poema tuyo: “Por qué no detenerme en esa esquina/ y sorprender a la muerte por la espalda”.

R. (Ríe). Ese poema fue escrito no porque la desee, sino porque no le tengo miedo, y ahora que está más cerca, menos todavía. Siempre me ha dado rabia cuando dicen que a alguien “le sorprendió la muerte”. Yo no quiero que me sorprenda, sino salirle al paso y decirle “aquí estoy”.

Me ha llegado el mensaje de su partida hace un momento, a las cinco de la tarde. Llegó de sorpresa y aquí estamos ya conversando con ella.

El autor es periodista.

Opinión Cinco Claribel archivo
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