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Estado derecho

¿Y si no aprueban la Nica Act?

Si no aprueban la Nica Act en el senado norteamericano, muchos empresarios. También habrá celebraciones en El Carmen, hogar de la pareja presidencial.

Si no aprueban la Nica Act en el senado norteamericano, muchos empresarios y otros que no lo son celebrarán con alivio. También habrá celebraciones en El Carmen, hogar de la pareja presidencial, y en las filas del FSLN. Quizás representantes del empresariado y del gobierno brinden juntos. Quizás estos agradecerán con apretones de manos a quienes hayan cabildeado en Washington. Puede ser.

¿Debería celebrar todo Nicaragua? La respuesta no es fácil. La Nica Act, como ya sabemos, es una espada de dos filos: su rechazo traería una mayor certidumbre económica y alentaría el clima de inversiones. Pero, a mediano y largo plazo, tendría también la probabilidad, nada despreciable, de ahondar la marcha de los Ortega Murillo hacia una dictadura cada vez más absoluta y, por tanto, más propensa a la corrupción y los abusos.

Ortega, como se ha insistido antes, no tiene voluntad democrática. Hay dictadores, como los Somoza, que violaban la democracia porque amaban demasiado el poder y se creían indispensables. Hay otros, sin embargo, como los Castro y los Maduro, que además de su lujuria por el mando rechazan la democracia por razones ideológicas. Ortega es uno de estos. Lo ha expresado textualmente, como cuando alabó en Cuba el sistema de partido único. El juego democrático lo considera una camisa de fuerza impuesta por el Occidente capitalista. Más aún cuando limita el poder de los gobernantes y les obliga a transparentar sus acciones. El orteguismo ha amasado millones al amparo de la oscuridad y querrá seguir haciéndolo. Por eso y similares razones, en 2016 mandó al carajo la observación electoral y eliminó del juego a sus verdaderos opositores.

¿Cómo se explica entonces que haya entrado en conversaciones con la OEA y que hable ahora de realizar reformas electorales? Sencillamente por la Nica Act. Si esta no hubiese estado en el tapete, Ortega jamás lo habría hecho. Igual ocurrió en 1989, cuando la presencia de un ejército contra y el colapso del apoyo soviético forzaron a Ortega y al FSLN a permitir elecciones libres.

Desaparecida la Nica Act, y sin otras presiones que le puedan torcer el brazo, Ortega no tendría incentivo alguno para restablecer la democracia. Lo más probable es que neutralizaría la influencia de la OEA —de por sí muy débil— y seguiría su marcha hacia una dictadura dinástica (esposo-esposa-hijos), que no solo aspiraría a perpetuarse en el poder sino a desmantelar, más de lo que aún está, el Estado de derecho. La gravedad de este escenario no debe minusvalorarse. Un gobernante sin freno institucional alguno caerá tarde o temprano en la tentación del enriquecimiento ilícito; en la adjudicación de contratos millonarios a sus compinches y en mil clases de abusos y arbitrariedades. Esto no es teoría. Es algo que hemos visto y que tiende a empeorar; algo que, de rebote, seguirá corrompiendo a parte del empresariado y arrinconando a los independientes.

Sin dichos frenos y sin presiones políticas de peso —internas o externas— lo único que queda son los frenos morales. ¿Pero serán suficientemente fuertes para impedir acciones como el robo, el fraude o el asesinato? ¿De qué serían capaces los gobernantes si ven su poder y riquezas seriamente amenazados? Es cierto que solo Dios puede juzgar las conciencias. Igual de cierto es que dentro de ellos hay tanto sentimientos como personas buenas y malas. El problema aquí es que los malos no tendrían quien los pare y que el récord histórico de sus protagonistas está lleno de nubarrones. Suficientes como para no alzar la copa de champagne si triunfan los cabilderos.

El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.

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