El deseo de Jesús es que todos los hombres “tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn. 10, 10), por eso, una de las facetas más destacadas de Jesús es su cercanía con los enfermos y con todos aquellos que sienten su vida amenazada. La vida de Jesús en Galilea fue dar por todas partes su mano a toda persona que sufría, rescatarles a la vida y devolverles la dignidad que todo ser humano se merece.
En el tiempo de Jesús el enfermo era considerado como una persona prácticamente rechazada por Dios y por la sociedad. Se creía que la enfermedad era la manifestación del castigo y maldición de Dios. Los mismos discípulos de Jesús, cuando vieron a un ciego de nacimiento, así pensaban; por eso le preguntaron a Jesús: “Rabí, ¿quién pecó para que naciera ciego? ¿Él o sus padres?” (Jn. 9, 1-2).
Todo enfermo era, pues, sospechoso de pecado; era como un maldito de Dios. El mismo enfermo cargaba sobre sí la cadena de su complejo de culpabilidad. Esta forma de pensar hacía que el enfermo fuera rechazado, a su vez, por la sociedad. Aún, hoy, mucha gente cree que la enfermedad es un “castigo de Dios”.
Jesús se acerca a los enfermos, no como un médico que desea resolverles sus problemas físicos, ni mucho menos, como un curandero. Él se acerca a los enfermos porque quiere hacerles sentir que Dios y los hombres les aman, y que su enfermedad no es castigo de Dios ni por sus pecados, ni por el de su padres (Jn. 9, 3). Mucho menos que es una prueba que Dios manda a los que ama porque quiere liberarles de las esclavitudes en las que se ven atados y “levantarles” de sus caídas, como lo hizo con la suegra de Pedro (Mc. 1, 31).
Dios quiere infundirles vida, seguridad, confianza en sí mismos. Jesús les brinda la salvación para el cuerpo y para el espíritu, y les da la mano para liberarles de la marginación religiosa y social en que están sometidos por una sociedad y por unos líderes religiosos que no entienden de Dios o pretenden falsificarle.
Jesús se acerca a los enfermos haciéndose uno de ellos y devolviéndoles la sonrisa, de nuevo, a la vida. Como decía el profeta Isaías sobre el Siervo de Yahvé: “¡Eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba!” (Is. 53, 4).
Nuestro mundo es en verdad un gran hospital en el que estamos, muchas veces sin saberlo, muchos enfermos de alma o de cuerpo, social, económica o religiosamente hablando. Todos sentimos nuestras limitaciones, el aguijón de la enfermedad, la angustia, el estrés… Todos sentimos alguna vez que nuestra vida se ve amenazada, seamos niños, jóvenes o adultos.
Por eso, todos estamos llamados a ser como Jesús, gente que damos la mano al hermano que sufre, gente capaz de devolverle amor y esperanza a quien ningún sentido le ve a la vida. Ante este gran hospital del mundo, necesitamos: “La solidaridad”. Solo la solidaridad será capaz de devolver y devolvernos la fe que nos salva (Mc. 10, 52).
Humanizar y humanizarnos, como lo hacía Jesús; haciéndonos sentir que sí hay quien nos brinda su amor en esos momentos difíciles de la enfermedad. La figura de Jesús nos invita hoy a todos a no esconder nuestras manos allí donde alguien desea que se las brindemos y a dejarnos también ayudar por aquellos que nos quieren. Nuestra lucha, como cristianos, es contra todo aquello que es no-vida, maltrata o amarga la vida. La vida es el objetivo supremo de nuestra fe, como lo fue para Jesús (Jn. 10, 10).
El autor es sacerdote.