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pobreza, educación

Con los pies de barro

¿Acaso la experiencia no nos enseña que por muy buenos o santos que nos creamos, todos experimentamos a veces movimientos de codicia, odio, lujuria o envidia?

Como la estatua que vio en sueños el rey Nabucodonosor, todos tenemos los pies de barro. Aunque la cabeza sea de oro; inteligente, y el pecho de bronce; voluntarioso, y las piernas de hierro; fuertes, nuestros pies son de barro; frágiles. Fácilmente se rompen derrumbando lo de arriba. Este legado de la sabiduría bíblica fue reforzado por el cristianismo, quien formuló la antropología —ciencia sobre la naturaleza humana— más realista del mundo; la conciencia de que, a consecuencia del pecado original, se nos debilitó la voluntad hacia el bien, se nos oscureció la razón, y nos inclinamos al pecado.

Contemporáneamente ideólogos como Rousseau y Marx desafiaron esta concepción. Para el primero el hombre era bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompía. Para el segundo el capitalismo, con su fomento del individualismo y afán de lucro, era el verdadero culpable. Abolido este, y creada la sociedad colectivista (comunista) quedaría atrás el egoísmo y nacería el “hombre nuevo socialista”.

Nada de esto ocurrió. El hombre volvió a corroborar lo que el cristianismo había enseñado por milenios; que nada que podamos hacer a su alrededor —cambios sociales o terapias— puede cambiar el hecho de la gran fragilidad humana y su propensión al egoísmo.

¿Acaso la experiencia no nos enseña que por muy buenos o santos que nos creamos, todos experimentamos a veces movimientos de codicia, odio, lujuria o envidia? Decía San Agustín al respecto que se sabía capaz de cualquier crimen y que si no lo había hecho se debía a la gracia de Dios. San Pablo expresó algo en la misma línea cuando dijo: “El bien que quiero no hago y el mal que no quiero hago… porque yo sé que en mi naturaleza débil no reside el bien…”

Las implicaciones políticas de esta antropología, o conciencia sobre las limitaciones del hombre, han sido decisivas en el nacimiento de la democracia. Ella influyó a los padres fundadores de Estados Unidos, quienes conscientes de los peligros que produce la falta de frenos o límites en los gobernantes, diseñaron un sistema de gobierno que precisamente evitará la tiranía o la concentración del poder. Operaba en ellos la misma advertencia, acuñada más tarde por el gran pensador católico Lord Acton, en su famosa frase de que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

El dicho popular de que “en arca abierta el justo peca” expresa un pensamiento paralelo: las tentaciones se maximizan cuando el fruto es demasiado apetecible y fácil de coger. Es el caso del gobernante muy poderoso; está ante un arca muy abierta y deseable, como los millones que circulan en las tuberías del Estado. Sus tentaciones son entonces mayores que las del hombre común. Pueden frenarlo sus escrúpulos morales —si acaso los tiene— pero aún estos suelen colapsar en presencia de la tentación, como podría pasarle a un hombre muy casto en una playa nudista. Y si encima de eso no hay límites, institucionales o fuerza alguna que lo inhiban, las posibilidades de abuso o corrupción crecen a la enésima potencia. Tendencia agravada por la corte de lacayos que pululan alrededor del poder absoluto y el consecuente ensoberbecimiento que suele alentar en quien lo detenta.

Lo anterior hace que la democracia sea sumamente incómoda a los gobernantes todopoderosos. Porque es un sistema que exige humildad: les pone límites, les obliga a rendir cuentas, a explicar sus acciones, a tolerar la crítica y a exponer periódicamente su poder a elecciones populares. Lo trata, en suma, como un ser humano común y corriente, con pies de barro. Por eso la detestan.

El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.

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