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templos vivos, Dios, Jesús, Iglesia Católica
/ Oscar Chavarría

Desde la montaña o desde el valle

Hay dos maneras de realizar la vida, desde la montaña o desde el valle, y estas realidades poseen un gran significado que necesitamos profundizar: “Subir a un monte elevado” (Mt. 17,1) y “bajar del monte” (Mt. 17, 9).

La montaña simboliza la unión del cielo con la tierra, un espacio sagrado. Es en la montaña donde el hombre tiene que subir para encontrarse con Dios y en la paz de la montaña encontrarse consigo mismo.
En el Antiguo Testamento: El monte Horeb o Sinaí es “el monte de Dios” (Ex. 3, 1) y, por lo tanto, “tierra sagrada” (Ex. 3, 5). Es en la montaña donde Moisés hace la alianza con Dios (Ex. 19, 3-8) y donde Dios le da las tablas de los mandamientos (Ex. 24, 12).

En el Nuevo Testamento: es en la montaña donde Jesús vence al enemigo que pretende hacerse adorar como Dios (Mt. 4, 8). Es en la montaña desde donde Jesús nos brinda el sermón de las bienaventuranzas (Mt. 5, 1). Es en la montaña donde Jesús elige a los doce apóstoles (Mc. 3, 13).

Es en la montaña donde Jesús se refugia a orar (Mt. 14, 23). Es a la montaña donde Jesús sube para tomar fuerzas y enfrentarse a su pasión y muerte de cruz (Mt. 26, 30). Es en la montaña donde Jesús muere (Jn. 19, 17). Es en la montaña donde Jesús se despide de sus discípulos antes de la Ascensión al cielo (Mt. 28, 16).

En cambio, el valle es todo lo contrario a la montaña. En el valle se desarrolla la vida concreta del hombre: con todas sus estrecheces y limitaciones, con todos sus aciertos y errores, con todas sus risas y lágrimas, con toda sus violencias y muertes, con todas sus glorias y cruces.
En el valle la vida se confunde con la muerte, la salud con la enfermedad, la verdad con la mentira. Por eso, necesitamos subir a la montaña, mirar desde lo alto el valle para que la realidad que pisamos no nos traicione ni quebrante nuestra fidelidad.

Desde arriba la perspectiva de las cosas es de otra manera: Hasta la misma cruz se ve con ojos distintos; por eso Jesús, antes de ir al valle para morir, sube a la montaña y se transforma para que no falle su fidelidad (Mt. 17, 1-2).

Es en la montaña donde Dios nos invita a mirar a su Hijo, el crucificado, como “el Hijo amado, el elegido, a quien siempre debemos escuchar” (Mt. 17, 5). Desde la montaña, desde arriba, desde Dios, la vida se ve de otra manera, se siente de otra manera, se enfrenta de otra manera y se sufre y se goza de otra manera.

Los que aún vivimos en el valle de este mundo, necesitamos mirar la vida con los ojos de Dios. Necesitamos mirar desde lo alto, desde donde las cosas y las personas se ven de otra manera.
La montaña, es verdad, no es un lugar para la evasión, como pretendía Pedro: “Pongamos aquí tres chozas.” (Mt. 17, 4). Pedro le temía bajar de la montaña por el miedo (Mc. 9, 6) a enfrentarse al valle, a Jerusalén, donde se iba a hacer presente la cruz.

La montaña nos da fe y esperanza, motores imprescindibles para seguir en el valle de esta vida. La montaña no es un lugar para refugiarnos de las cruces y de los problemas del valle, sino para armarnos de fe y esperanza, para afrontar las cruces que muchas veces acompañan nuestra vida.

La montaña nos sirve para cargar las pilas y luchar con más fuerza en la realidad cotidiana de la vida; por eso dice Jesús a sus discípulos: “Levántense, no tengan miedo” (Mt. 17, 6). La montaña es lugar de encuentro con Dios y con nuestros hermanos.

El autor es sacerdote.

Opinión
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