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Monseñor Óscar Romero fue asesinado mientras oficiaba una misa. Tenía 62 años y sabía que pronto sería asesinado. LA PRENSA/ Agencias

Monseñor Óscar Romero fue asesinado mientras oficiaba una misa. Tenía 62 años y sabía que pronto sería asesinado. LA PRENSA/ Agencias

Monseñor Romero, vida y muerte del primer santo centroamericano

Monseñor Óscar Romero, el arzobispo salvadoreño asesinado a mansalva mientras ofrecía misa en 1980, será el primer santo de Centroamérica. La ceremonia tendrá lugar en octubre de 2018. Esta es una semblanza sobre su vida. Y su muerte.

Monseñor Romero presentía que lo iban a matar.

“Me cuesta aceptar una muerte violenta que en estas circunstancias es muy posible y acepto, con fe en Él, mi muerte, por más difícil que sea, por la paz de mi país”, escribió el 25 de febrero de 1980 en su diario.

Antes de que un francotirador le disparase en el corazón mientras oficiaba misa, monseñor Óscar Arnulfo Romero viajó hasta el municipio de Santa Tecla para confesarse con un sacerdote jesuita.

El fatal lunes 24 de marzo de 1980, un carro Volkswagen rojo llegó a las 6:30 p.m. hasta la pequeña capilla del hospital La Divina Providencia de San Salvador, donde aún se atienden enfermos de cáncer. Se estacionó frente a la iglesia y desde la ventana de atrás un tirador disparó certero en el corazón del arzobispo. Monseñor quedó en un charco de sangre frente al altar.

 Religiosas y amigos atienden a Monseñor Óscar Arnulfo Romero luego de ser asesinado en la iglesia de la Divina Providencia en El Salvador. LA PRENSA/ ARCHIVO

“El proyectil que quitó la vida a monseñor Romero era blindado y explosivo de calibre 25. La bala penetró a la altura del corazón y siguió una trayectoria transversal”, indica el informe de la autopsia.

El día antes de su muerte, en su homilía dominical, Romero había sido frontal con el régimen:

“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera oficial a los hombres del Ejército. Hermanos: son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y, ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matar en nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, ¡cese la represión!”

Para entonces ya existían grupos guerrilleros marxistas que más tarde conformarían el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), hoy en el poder ejecutivo.

El gobierno militar, en busca de exterminar a la guerrilla, mataba a campesinos y a curas progresistas acusados de incentivar la violencia. La única voz que denunciaba la violación de derechos humanos era la de Romero.

Lo que siguió en el sepelio del “obispo de los pobres” fue un baño de sangre. La plaza frente a la Catedral Metropolitana de San Salvador se atestó de gente aquel 30 de marzo de 1980. Se calcula que 250 mil personas llegaron a despedir a Romero. Portaban fotos del arzobispo asesinado en todos los tamaños. Coreaban consignas.

Lea también: Papa Francisco proclamará santo a monseñor Oscar Arnulfo Romero

Dentro de la catedral, donde no caben más de tres mil personas de pie, cuando el representante del papa —el cardenal Ernesto Corripio Ahumada, arzobispo de México— parafraseaba una enseñanza de Romero (“la violencia no puede matar la verdad ni la justicia”), estalló una bomba. Los que estaban en la plaza comenzaron a ser blanqueados por francotiradores y la gente empezó a correr.

Cuarenta personas murieron aquel día, la mayoría mujeres ancianas asfixiadas dentro de la catedral cuando huían de los francotiradores y las explosiones. Por el fuego y la estampida se contabilizaron más de 200 heridos.

Con la muerte de monseñor Romero se abrió un capítulo de sangre en El Salvador: una cruenta guerra civil que dejó 70 mil muertos. Ejército y guerrilleros comenzaron el conflicto que Romero quiso evitar.


Monseñor Silvio Báez: “Mística y profecía”

El obispo auxiliar de Managua, monseñor Silvio Báez, celebra la noticia de la pronta canonización de monseñor Óscar Arnulfo Romero con alegría.

“¡Nos alegramos por tener en el cielo a un hermano obispo centroamericano, a un pastor que conoce los problemas de nuestros pueblos y que intercede por los pobres!”, dijo para esta publicación.

Monseñor Silvio Báez. LA PRENSA / Óscar Navarrete
Monseñor Silvio Báez. LA PRENSA / Óscar Navarrete

Para Báez, monseñor Romero “muestra que en la vida cristiana —y en particular en el ministerio episcopal— no tiene por qué haber contradicción entre mística y profecía, entre experiencia de Dios y lucha por la justicia, entre fe y solidaridad con los pobres. Con el reconocimiento oficial de su santidad de parte de la Iglesia se le propone al pueblo de Dios un nuevo modelo de seguimiento de Jesús y un nuevo espíritu para animar la acción pastoral”.

Monseñor Báez es uno de los obispos de Nicaragua que critican duramente al régimen de Daniel Ortega, el presidente que ha gobernado Nicaragua por cuatro períodos, y que controla junto con su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, todos los poderes e instituciones del Estado.


“La Parroquia de Abajo”

Armando Huezo, un zapatero de 78 años, arrastra con dificultad sus pies enfundados en unas zapatillas negras brillantes. Como cada domingo, baja las escaleras de la Catedral Metropolitana de San Salvador para llegar al sótano, donde se encuentran los restos de monseñor Óscar Arnulfo Romero, declarado mártir por el papa Francisco y próximo santo de la Iglesia católica.

Frente a un monumento de bronce de 2.5 metros de largo por 1.80 de ancho, que simula a Romero subiendo al cielo, el anciano se arrodilla, se persigna y llora.

En el sótano oscuro y caluroso, que hasta el año 2000 estuvo cerrado al público, hay afiches y frases enmarcadas de las homilías que pronunciaba Romero antes de que los escuadrones de la muerte lo asesinaran.

“Querían que olvidáramos su memoria”, dice Teresa Alfaro, una laica que junto a otras mujeres pugnó en el 2000 para abrir el sótano que ahora es conocido como la “Parroquia de Abajo”, el lugar donde ahora se celebran misas alternativas todos los domingos a las 10:00 a.m., a unos pasos del monumento de Romero.
Aunque en la nave principal de la Catedral se ofician varias misas en el transcurso del día, Armando Huezo, al igual que muchos salvadoreños, prefiere ir a la “Parroquia de Abajo”, con todo y la dificultad para bajar las escaleras.

El asesinato de  Monseñor Oscar Arnulfo Romero ocurrió el  24 de marzo  1980. LA PRENSA/ ARCHIVO

“Este es nuestro santo, san Romero de América. Nunca me perdí sus misas”, dice.

Las homilías dominicales del mártir Romero se convirtieron en verdaderos actos de denuncia pública de asesinatos, desapariciones y torturas cometidas por el régimen militar.

Quienes no cabían en la Catedral, escuchaban al religioso por la YSAX, la radio del Arzobispado, que arrasaba en audiencias: 75 por ciento de la población campesina y el 50 por ciento de la capital la sintonizaban en el momento de la misa.

Por 20 años, la Conferencia Episcopal Salvadoreña lidió con la sombra de Romero asesinado y lo mantuvo oculto en este sótano.

“Para el año 2000, cuando se cumplieron los 20 años del martirio de Romero, nosotros peleamos para que esto se abriera”, relata Teresa Alfaro.

“Era una bodega llena de ripios, tiraban aquí lo que no servía, había puro polvo, olía a orines, la cúpula jerárquica nunca le dio su lugar”, describe.

La historia de las dos misas es bastante peculiar, según el primer cardenal salvadoreño y obispo auxiliar de San Salvador, Gregorio Rosa Chávez, muy cercano a Romero.

“Nació en un contexto polémico cuando había un arzobispo (Fernando Sáenz Lacalle, quien ostentaba el rango honorario de general del Ejército) que nunca hablaba de monseñor Romero. Entonces, para que su memoria no se perdiera, se hace la misa de la cripta, que es oficiada por sacerdotes progresistas, los más rebeldes por decir así… Es una misa en otro tono, donde está presente siempre la problemática del momento”, explica Rosa Chávez.

“Desde que el papa Francisco habló, cambió la perspectiva de mucha gente”, afirma el cardenal. “Hay un artículo bellísimo que se llama Perdón, monseñor, perdón, de un hombre de Arena (Alianza Republicana Nacionalista, el partido de la derecha), miembro del Opus Dei, en el que reconoce cómo mucha gente lo juzgó y cómo mucha gente no lo conoció. Eso refleja la evolución que se está dando”.

El papa argentino declaró mártir a Romero el 3 de febrero de 2015, en mayo de ese año lo beatificó y declaró que el religioso fue asesinado “por odio a la fe”. El pasado 7 de marzo el papa anunció que Romero será santificado y el cardenal Rosa Chávez dio como fecha tentativa para la canonización el próximo 21 de octubre de 2018.

“Por ser mártir no necesitamos que se comprueben milagros de monseñor Romero para que sea beatificado ni para que sea canonizado”, explicó Rosa Chávez.

Miles de feligreses acuden a la “Parroquia de Abajo” de la Catedral Metropolitana de San Salvador para tocar la tumba de monseñor Romero. LA PRENSA / Agencias
Miles de feligreses acuden cada año a la “Parroquia de Abajo” de la Catedral Metropolitana de San Salvador para tocar la tumba de monseñor Romero. LA PRENSA / Agencias

Juan Pablo II lo ignoró

Romero no era un intelectual. Era un religioso tradicional y conservador que hasta antes de 1977 perseguía a sacerdotes progresistas.

Nació en 1917 en el municipio de Ciudad Barrios, San Miguel, fronterizo con Honduras. Segundo de ocho hermanos. Su padre era telegrafista y su madre velaba por la numerosa y modesta familia.

Fue ordenado sacerdote en Roma cuando tenía 24 años y en 1970 el papa Pablo VI lo nombró obispo auxiliar de San Salvador.

Cuatro años después lo hicieron obispo de la Diócesis de Santiago de María, la más pequeña y más pobre de todo el país. En 1977, Romero fue nombrado arzobispo de San Salvador.

En ese momento el sector progresista de la Iglesia católica salvadoreña lo vio con malos ojos, pues su favorito era monseñor Arturo Rivera y Damas.

“Cuando la gente progresista sabe que viene monseñor Romero, se espanta porque decían: ‘Se nos viene lo peor’, porque lo habían conocido como párroco de San Miguel y como obispo auxiliar, como un pequeño inquisidor, amigo además de los militares y férreo detractor de la Teología de la Liberación”, describe la periodista María López Vigil en su libro Monseñor Romero, piezas para un retrato.

Romero tuvo un cambio definitivo en 1977, cuando los escuadrones de la muerte asesinaron a su amigo Rutilio Grande, sacerdote jesuita párroco de una comunidad rural llamada Aguilares, donde el religioso había llegado a formar las Comunidades Eclesiales de Base.

El cardenal Gregorio Rosa Chávez dando misa en el mismo altar donde asesinaron a su amigo monseñor Romero, en 1980. LA PRENSA / Agencias
El cardenal Gregorio Rosa Chávez dando misa en el mismo altar donde asesinaron a su amigo monseñor Romero, en 1980. LA PRENSA / Agencias

Romero fue a Aguilares y encontró el cadáver tirado en el piso de la iglesia, con el cuerpo agujereado.
De la Parroquia de Aguilares salió con dos ideas: el domingo siguiente al asesinato se celebraría una misa única en la Catedral y ninguna parroquia abriría sus puertas. Además, le anunció al régimen militar que no participaría en ningún acto oficial del gobierno mientras no se investigara el crimen del padre Grande. Lo que finalmente cumplió.

El nuncio apostólico se opuso a la medida, pero ni eso pudo hacer que Romero cambiara de opinión.
Los tres años de Romero al frente del Arzobispado fueron difíciles. Los escuadrones de la muerte asesinaron a 14 sacerdotes, y la Conferencia Episcopal compuesta por seis obispos, incluyendo a uno que era coronel del Ejército, siempre estuvo en su contra. El único obispo que lo apoyaba era monseñor Rivera y Damas, que a la postre se convirtió en su sucesor.

En 1979, María López Vigil trabajaba como periodista en Madrid, España, y escribió en El País un reportaje sobre la conferencia de obispos de Puebla. El texto lo enmarcó en lo que estaba viviendo la Iglesia salvadoreña y en el último asesinato de un sacerdote diocesano llamado Octavio Ortiz.

López Vigil metió en un sobre un ejemplar del diario, el dinero que le habían pagado por el artículo y una carta para monseñor Romero, y envió el paquete a El Salvador. En mayo de ese mismo año, el religioso salvadoreño hizo escala en Madrid después de un viaje a Roma y la llamó para decirle que quería conocerla. La periodista acudió emocionada a la cita.

Después de saludarla, le dijo: “Quiero que me ayude a entender qué ha pasado en El Vaticano”.
Romero había pedido una audiencia con el papa Juan Pablo II, pero cuando llegó a Roma no le habían confirmado la reunión. Madrugó para apostarse en primera fila en la audiencia general y, cuando pasó, le dijo al papa: “Soy el arzobispo de San Salvador y necesito hablar con usted”.

Monseñor Romero escribió en su diario que sería asesinado de forma violenta. LA PRENSA/ ARCHIVO 

En el libro de la periodista española se reproduce lo que Romero le dijo a Juan Pablo II:

“Santo padre, aquí podrá usted leer toda la campaña de calumnias contra la Iglesia y contra mi persona que se organiza desde la Casa Presidencial”, le dijo, mostrándole los cartelones donde se leía: “Haga patria, mate un cura”, u otros donde decían que él estaba endemoniado y había que exorcizarlo.

Juan Pablo II no mostró ningún interés y le dijo que no tenía tiempo para leer tantos papeles.

“También me contó que le había llevado al papa una fotografía a colores de la cara destrozada de Octavio Ruiz. Los militares le habían aplastado la cara con una tanqueta. Monseñor le enseñó al papa la foto y le dio detalles de la vida de Octavio, un joven campesino al que él conocía desde pequeño, al que él había ordenado sacerdote, le habló de su familia y de su trabajo con los jóvenes”, relata López Vigil.

—Lo mataron con crueldad, acusándolo de ser un guerrillero—, dijo Romero a su santidad.

—¿Y no lo era?—, fue el único comentario del papa.

Después de contarle ese episodio, Romero tenía los ojos llenos de lágrimas, según López Vigil. Pero siguió narrando que cuando habló con el papa sobre las relaciones de la Iglesia con el Estado, le insistió que como arzobispo y principal autoridad católica del país debía tener relaciones armónicas con el Gobierno, porque era un gobierno católico.

—Santo padre, Jesús nos dijo que no había venido a traer paz, sino espada—, insistió Romero.

—No exagere, señor arzobispo, no exagere—, le respondió el papa.

A su regreso a San Salvador, las amenazas en contra de Romero llegaron hasta el Arzobispado. Cartas anónimas lo acusaban de comunista. Otras veces solo llegaba una hoja en blanco con una mano negra pintada.

Once meses después de aquella conversación con el papa, un ultraconservador y católico que dirigía los escuadrones de la muerte, llamado Roberto d’Aubuisson, mayor retirado del Ejército, planeó el asesinato de Romero.

Monseñor Óscar Romero, arzobispo de El  Salvador,  celebrando una misa el 23 de marzo 1980. Un día antes de ser asesinado.  LA PRENSA/ Archivo
Monseñor Óscar Romero, arzobispo de El  Salvador,  celebrando una misa el 23 de marzo 1980. Un día antes de ser asesinado.  LA PRENSA/ Archivo

Política en El Salvador

Pocos años después de participar en el asesinato de monseñor Romero, en marzo de 1980, el mayor Roberto d’Aubuisson se convirtió en candidato presidencial, presidente de la Asamblea Constituyente de 1985 y “figura mítica, padre y guía de la derecha salvadoreña”, afirma un amplio reportaje del diario online El Faro.
El partido que fundó, la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), gobernó El Salvador durante 20 años, hasta que en marzo de 2009 fue derrotado en las urnas por la exguerrilla, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
El presidente actual de El Salvador es Salvador Sánchez Cerén, del FMLN, pero Arena acaba de obtener una clara mayoría en los pasados comicios municipales y legislativos del 4 de marzo. Arena obtuvo el 42.3 por ciento de los votos, y colocará a 37 representantes en los curules. El mismo partido fundado por uno de los asesinos de monseñor Romero.


Impunidad total

Roberto d’Aubuisson nació en una familia de clase media salvadoreña, se graduó en la academia militar de su país en 1963 y posteriormente estudió en la Escuela de las Américas, llamada también la “Escuela de Asesinos”, de la que egresaron Manuel Noriega, Omar Torrijos, los generales argentinos Galtieri y Viola, Efraín Rios Montt, Vladimiro Montesinos y el fundador del Cártel de los Zetas, Heriberto Lazcano.

En 1979, cuando un grupo de militares jóvenes dio un golpe de Estado, d’Aubuisson fue expulsado de las Fuerzas Armadas, pero siguió actuando en la sombra, con la complicidad de los cuerpos de seguridad. Los salvadoreños recuerdan que aparecía en televisión con fotos en la mano indicando quiénes eran comunistas.
“Esos programas de televisión decían: ‘Esta noche habrá mensaje del mayor Roberto d’Aubuisson’, y lo teníamos que escuchar porque él leía la lista de los comunistas. Pasadas dos horas de esos programas, comenzaban a ametrallar las casas de las personas mencionadas”, cuenta María Luisa d’Aubuisson, hermana del mayor y actual directora de la fundación Óscar Arnulfo Romero.

“La oligarquía le dio todas las facilidades para que se moviera, para que tuviera casas de seguridad y carros a su disposición”, explica María Luisa d’Aubuisson, quien ideológicamente siempre estuvo en la acera opuesta a su hermano.

El militar fundó Arena, el derechista partido Alianza Republicana Nacionalista, que por 20 años se mantuvo en el poder en El Salvador.

Una Comisión de la Verdad de Naciones Unidas determinó que d’Aubuisson fue el autor intelectual del asesinato de Romero y, también, quien dirigió los escuadrones de la muerte con la complicidad del Estado salvadoreño.

En una larga entrevista de 2010 con Álvaro Saravia, lugarteniente de d’Aubuisson, el diario online salvadoreño El Faro descubrió que al asesino material —un exguardia nacional cualquiera que, de seguir vivo, anda suelto— le pagaron mil colones. Unos 400 dólares de 1980.

Por su parte, en el libro Asesinato de un Santo, de Matt Eisenbrandt, fuentes revelan que el sicario cobró 200 dólares.

“La vida todavía es barata en El Salvador. Y el asesinato de Romero sigue siendo un tema peligroso”, dijo Eisenbrandt a The Guardian en 2017 tras la publicación de su obra.

Saravia está escondido en “un país en el que se habla español”, escribió Carlos Dada en su reportaje de El Faro. Su jefe, Roberto d’Aubuisson, murió de cáncer de garganta en 1992 en la total impunidad. No podía hablar. Cuando estaba agonizando en una cama, en la fase terminal de su enfermedad, su hermana volvió a reunirse con él.

“Desde el 3 de enero hasta el 22 de febrero de 1992, que murió, lo visité a diario”, cuenta María Luisa d’Aubuisson. “Había mucha gente que quería verlo y él había ordenado que no quería ver a nadie. Solo me dejaba entrar a mí y a dirigentes de Arena. Ya no se podía hablar con él”.

En uno de los últimos días de vida del asesino intelectual del primer santo de Centroamérica, María Luisa le dijo a su hermano que rezaran, que se arrepintiera de todo el mal que él había hecho, y que le pidiera perdón a monseñor Romero. Ante la mudez de d’Aubuisson, su hermana le señaló que si estaba arrepentido le apretara la mano derecha. El militar no lo hizo.

Retrato hablado de quien jaló el gatillo contra monseñor Romero. Según el periódico salvadoreño Diario CoLatino, se trataría de Marino Samayor Acosta, un subsargento de la extinta Guadia Nacional de ese país. Bosquejo publicado por ElFaro.net
Retrato hablado de quien jaló el gatillo contra monseñor Romero. Según el periódico salvadoreño Diario CoLatino, se trataría de Marino Samayor Acosta, un subsargento de la extinta Guardia Nacional de ese país. LA PRENSA / Bosquejo publicado por ElFaro.net
*Parte de este reportaje de Ismael López fue publicada por el periódico Reforma, de México, en 2015.

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