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Movilización ciudadana y reformas

Dos verdades son evidentes en Nicaragua: de un lado la naturaleza dictatorial, con pretensiones dinásticas, del régimen de Daniel Ortega y de otra parte el rechazo ciudadano a la guerra o cualquier forma de violencia, como vía para reconquistar la democracia. Mientras la primera se confirma cada día en la actuación nacional e internacional del orteguismo, la segunda es palpable en los estados de opinión e incluso en la aparente apatía social frente a los abusos, la corrupción y la impunidad.

Sería un error —del régimen y de la oposición— concluir que la falta o escasa movilización ciudadana en rechazo a las actuaciones y políticas oficiales y sus consecuencias, es resignación fatalista o peor aun, apoyo mayoritario al gobierno.

Los estrictos controles que ejerce el régimen en amplios sectores de la vida social, la represión expresa o sutil, física o económica, el chantaje y el soborno, son instrumentos que se dirigen precisamente a inhibir la movilización de la población descontenta. Así lo hizo el somocismo, así se hizo en los ochenta. Así lo han hecho siempre los regímenes antidemocráticos.

No obstante, la eficacia de los instrumentos represivos solo es temporal y nunca han sido capaces de impedir los cambios políticos y sociales ni las demostraciones de inconformidad o rechazo. En Nicaragua, las beligerantes demostraciones en los últimos años del campesinado, las mujeres y los ancianos, en contra de decisiones oficiales sustantivas, son muestra de ello.

El cierre del siglo veinte abunda en cambios políticos radicales que poco antes que se dieran parecían imposibles: desde el No a Pinochet en 1988, pasando por las revoluciones democráticas en el este europeo, hasta la derrota electoral del FSLN en febrero del 90. Una condición indispensable en los desenlaces que se dieron mediante el voto fue la transparencia y el respeto a la voluntad ciudadana expresada en las urnas.

En nuestro país, el desmontaje del andamiaje institucional democrático que pujaba por establecerse desde 1990, y en particular la destrucción del sistema electoral, obra del orteguismo, invalidan las elecciones en las actuales circunstancias, como vía para lograr los cambios políticos. No son transparentes, y por eso mismo son ilegítimas y faltas de credibilidad alguna.

Entonces ¿cuál es el camino? No es la violencia, a la que el propio régimen empuja y cuyo saldo histórico de destrucción bien conocemos. Solo hay uno: cambiar las condiciones y lograr elecciones transparentes, incluyentes y cuyos resultados sean respetados sin ápice de duda.

El Frente Amplio por la Democracia (FAD) planteó el 21 de diciembre pasado los 15 puntos de la reforma electoral que Nicaragua necesita para restituir las elecciones como institución y mecanismo democrático. Ciudadanos por la Libertad e importantes expresiones de la sociedad civil han hecho lo propio.

Pero ninguna de esas reformas será de fácil conquista. Y no lo será porque la esencia del régimen es antidemocrática y porque sus cabecillas saben que en elecciones libres se juegan su existencia política y el cúmulo de beneficios e impunidad del que ahora gozan.

No será dádiva, porque en política los problemas se resuelven por la opción y propuestas que tengan a su favor la correlación de fuerzas. Por eso la batalla cívica es indispensable para lograr las reformas, realizar elecciones libres y recuperar la democracia. Pero en esa vorágine, cuyo estallido puede ser en cualquier momento y cuyas modalidades no se pueden prever, el mayor perdedor es desde ya el orteguismo.

El contexto internacional es cada vez más desfavorable a Ortega y sus márgenes de maniobra se estrechan. Por esa misma razón y porque es lo que más conviene al país, el orteguismo debería ahorrarnos el costo social que significaría una solución tardía y ahorrarse el costo político a sí mismo. Debería, pero todo indica que no es su opción. De allí que la transformación democrática será muy a pesar suyo.

No será ni con la violencia, ni con la presión internacional por sí sola, ni en conciliábulos, que se reconquistará la democracia. Por ello las fuerzas democráticas tienen como desafío ineludible afianzar sus alianzas, desmarcarse de cualquier asomo de pacto y apostar a la acción ciudadana como condición para conquistar las reformas.

El autor es miembro del MRS.

Opinión Daniel Ortega represión archivo
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