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pobreza, educación

El miedo a la verdad

No es cierto que el gobierno quiera censurar el internet o las redes sociales porque vela por la seguridad y paz de las familias, como alega Rosario Murillo.

No es cierto que el gobierno quiera censurar el internet o las redes sociales porque vela por la seguridad y paz de las familias —como alega la señora Murillo—. Tampoco porque le preocupen las falsas noticias. Lo hace porque le preocupan las verdaderas. Eso es lo que verdaderamente teme; que le saquen a luz lo que esconde.

Si nos fijamos bien, la iniciativa de restringir los ciberespacios está vinculada a las denuncias de corrupción difundidas en las últimas semanas —en Facebook— bajo la rúbrica de “Política 505”. Fundadas o no, las revelaciones de esta fuente golpeaban a muchos altos funcionarios usando nombres, apellidos, y abundancia de detalles. El gobierno decidió entonces actuar: en las redes comenzaron a circular noticias manifiestamente falsas sobre secuestros y otros temas —posiblemente plantadas por sus propios agentes— y poco después apareció la propuesta de leyes restrictivas pretextando la necesidad de evitar infundios y “linchamientos cibernéticos”.

Es cierto que las redes sociales, y el anonimato con que operan algunos de sus usuarios, se prestan al abuso. Es lo mismo que ocurre con la libertad de expresión en todo el mundo: puede usarse, y de hecho se usa, para transmitir verdades y mentiras. Es una de las características y complejidades de las sociedades democráticas.

Hay medios que distorsionan los hechos y fabrican acusaciones. Existen las “fake news”.

Pero eso no justifica que los gobiernos se arroguen el papel de guardianes de la verdad para decidir qué puede o no puede saber el público. Es este quien decide. Las noticias o acusaciones falsas pueden desvirtuarse en las sociedades libres. La verdad es un arma poderosa para desmentirlas. Lo que es extremadamente difícil es desvirtuar informaciones verdaderas. Cuando la noticia es veraz, y descubre lo que no queremos que sepan, quedamos sin argumentos. De aquí que la única defensa sea entonces la supresión del mensajero o la ley del bozal.

El dicho popular lo expresa cabalmente: “Quien no las debe no las teme”. Los gobernantes o las personas limpias, o los “hijos de la luz”, no le huyen a la claridad o la transparencia. Quienes se refugian en la supresión de las libertades y medran en la oscuridad, son los que tienen mucho que esconder. Y esconder, parece, es uno de los principios rectores de la actual administración.

En mayo del 2007 fue publicada la Ley de Acceso a la Información Pública —incubada en la administración Bolaños— a fin de que no hubiese gavetas cerradas en las dependencias del Estado. En mayo del 2014 los obispos pidieron al presidente que diese conferencias de prensa, hermosa costumbre que caracteriza a los gobiernos democráticos. Pero Ortega cerró el acceso a la información pública —violando ley expresa— y en sus más de diez años como presidente no ha dado una sola conferencia de prensa. (Les tiene terror). Más aún, estableció una cultura de hermetismo gubernamental sin precedentes. Ministerios como el de Educación, que antes publicaban por internet sus estadísticas anuales, dejaron de hacerlo. Los ministros dejaron de responder a los periodistas. La considerable ayuda venezolana se manejó fuera del presupuesto y al abrigo de cualquier escrutinio. Por otra parte, su familia o allegados compraron la mayoría de los canales de televisión y numerosas radios, reduciendo considerablemente los espacios de información independientes.

No contento con presidir una de las administraciones más opacas de nuestra historia, los Ortega quieren hoy oscurecer aún más el panorama suprimiendo el espacio de libertad que sobrevive en las redes sociales.

Pero con eso solo confirman un miedo a la verdad que causa la pregunta inevitable: ¿qué esconden?

El autor es sociólogo, fue ministro de Educación de nicaragua.

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