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Uribe y las FARC

Con la enorme importancia de las elecciones legislativas colombianas que preanuncian lo que debe ocurrir en las presidenciales, quisiera aprovechar para emitir un necesariamente breve dictamen sobre el capítulo final de la soterrada lucha entre el presidente Uribe y las FARC, sin olvidar el caleidoscopio de colaterales: el viraje de la organización paramilitar más antigua de Colombia, tierra pródiga en aventuras guerreras que supo resolver sin salirse de la Constitución, pervertir las instituciones y dejar de convocar las elecciones democráticas en la fecha correspondiente.

Pese a la Guerra de los 1,000 días (1898) y de las confrontaciones bélicas desde la fundación del Partido Liberal por Ezequiel Rojas y del Conservador de Ospina Rodríguez y Eusebio Cano (1848), la atención histórica se ha concentrado especialmente en el asesinato de Gaitán (1948) y su incidencia en la violencia revolucionaria subsiguiente.

Al principio se trató de autodefensa, no de toma del poder. Tenía real inspiración campesina. Entre sus promotores figuraba el liberal Pedro Antonio Marín (a) Manuel Marulanda. En 1964 el movimiento toma el nombre de FARC-EP bajo la jefatura de Marulanda, ahora comunista. Asumen el modelo fidelista, declaran la guerra revolucionaria, que no dejará de avanzar sembrando la reputación de invencibilidad. El Secretariado, sobre todo, parecía intocable. Cuatro presidentes postularon infructuosamente el diálogo con las FARC. El Secretariado usó la ocasión para ganar terreno. Quería ser considerada “fuerza beligerante” y excluida de la lista de Organizaciones Terroristas. Su diplomacia fue extensa y sutil, apoyada por Cuba y sobre todo por Chávez y Maduro. De los presidentes que dialogaron, ninguno más audaz que Andrés Pastrana, pero mientras

Marulanda creyera que ganaría la guerra, el diálogo no pasaría de amagos y carantoñas. Le preguntan a Pastrana:
—¿Lo engañó Marulanda, Presidente?
—Engañó a Colombia.

Y así fue. Políticamente la pacificación de Pastrana enseñó al mundo que las FARC no tenían más cartas que la violencia. Una derrota, poco resaltada como tal.

Uribe llega al mando anunciando mano dura. Diálogo sí, pero sin detener la guerra ni conformarse con nada menos que desarme y desmovilización supervisados.

La Operación Jaque fue la primera gran victoria contra las FARC y su Secretariado. Marca el declive acelerado de Marulanda y el ascenso de Uribe. Muere aquel, termina sucediéndole un comandante dado a la política, Guillermo León Sáenz (a) Alfonso Cano. Este hombre descubre que es imposible ganar la guerra. Queda la diplomacia… y el diálogo, que necesita para no terminar en la tumba. Pero no se atreve a confesarlo después del Jaque, adornado con la limpia liberación de Ingrid Betancourt, de tres rehenes norteamericanos y la detención de quienes los custodiaban.

Mediante Piedad Córdoba, Cano mueve al progresismo mundial, la carta de los 70 encabezada por el Nobel Pérez Esquivel y James Petras. Para nada. La organización agoniza. Timochenko va al diálogo con Santos. Militar y políticamente las FARC nada significa hoy, ni para regresar, como ordenó Cano antes de morir, a la “formación guerrillera”. La guerra de posiciones y movimientos ya no era sustentable y el “picar y huir” guerrillero no gana guerras. Asunto de orden público, tal vez.

El último acto de esta tragedia fue la patética participación “farista” en las legislativas. Timochenko abucheado en todas las plazas; en voto limpio, ni un diputado. ¿Quién se alza con la victoria? Pudo haber sido Santos, pero cierta falta de consistencia parece haberlo perjudicado. El bloque mayoritario con Duque a la cabeza, premió al más motivado al logro entre todos los líderes colombianos, lo que ya es decir. El emblemático y perseverante Álvaro Uribe. ©FIRMAS PRESS

El autor es abogado, político, escritor y exguerrillero venezolano.
@AmericoMartin

Opinión Álvaro Uribe Colombia FARC archivo
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