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¿Resucitó?

Algo narrado trescientos años después de un suceso es menos fiable que algo narrado después de veinte años

¿Fue la resurrección de Cristo verdad o mentira? La respuesta tiene gran relevancia por cuanto la creencia en ella sostiene la religión cristiana y fe de billones. “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”, diría San Pablo, añadiendo que “entonces quedaría de manifiesto que somos testigos falsos de Dios”.

La ciencia histórica, aunque no puede afirmar categóricamente la veracidad de un acontecimiento presenciado siglos atrás por un grupo de personas, puede al menos juzgar la mayor o menor confiabilidad de sus fuentes y testimonios. Para esto utiliza la investigación y una serie de criterios propios de su disciplina. Uno de ellos es la proximidad de las fuentes históricas disponibles a los hechos. Algo narrado trescientos años después de un suceso es menos fiable que algo narrado después de veinte años. Otro es la idoneidad de los testigos, en cuanto a sus motivaciones, sanidad mental, y posible sinceridad. No es lo mismo que un vago de la calle nos diga que vio a un ángel que lo afirme una persona totalmente seria y formada.

De acuerdo con las investigaciones de expertos como César Vidal (“Por qué soy cristiano”, ed. Planeta, 2008), los evangelios superan a cualquier obra de la antigüedad en cuanto número de textos y manuscritos originales: 2,328. Son, además, los más cercanos a los hechos. La mayoría estaban ya escritos en la forma actual antes de los cuarenta años de la muerte de Cristo. Una evidencia indirecta es que ninguna menciona la destrucción de Jerusalén, ocurrida en el año 70 después de su nacimiento y que hubiera servido para validar las profecías de Jesús. Como nota comparativa, la Historia de Alejandro (Magno) de Rufo y Plutarco, que no es cuestionada por nadie, fue escrita cuatro siglos después.

En cuanto a los testigos, es bastante aceptado que ellos consideraban sus escritos como testimonio de las palabras y hechos de Dios, y que por tanto tenían sumo cuidado en referir los acontecimientos con gran fidelidad a la verdad. No calza con sus personalidades, ni circunstancias, la hipótesis de que hubiesen robado el cuerpo de Cristo —que estaba debidamente resguardado —para luego proclamar una resurrección que ni siquiera habían anticipado y cuya declaratoria podía serles mortal. Es cierto que muchos pueden morir por sus convicciones religiosas —como los suicidas musulmanes— pero es sumamente improbable que los discípulos de Jesús se hubiesen dirigido voluntariamente a sus muertes sabiendo que inventaban una mentira.

¿Sería alucinación colectiva? Quizás. Pero es de nuevo improbable que tantos testigos a la vez, en circunstancias distintas, y capaces de escribir historias y epístolas tan coherentes como las que redactaron en vida, hayan sucumbido a este tipo de psicosis. Bastaba además para que cualquier autoridad o cómplice descubriera el cadáver, para desvirtuar las convicciones de la nueva secta. Lo más lógico es que tras la crucifixión del líder sus seguidores se hubiesen disuelto gradualmente, limitándose a transmitir algunos de sus dichos y acciones. Pero no deja de sorprender como ellos, que en un inicio se mostraron timoratos y perplejos, de pronto salieran valientemente a testimoniar un suceso extraordinario y prefirieran afrontar azotes, torturas y lapidaciones, antes que dejar de hacerlo.

Cabe, es cierto, explorar distintas hipótesis, como es típico del quehacer científico. Lo que no cabe es tratar el asunto con ligereza. Es sumamente importante esmerarse en la búsqueda de la verdad. Si la resurrección no ocurrió, pobres de los que creen en un mito. Si ocurrió, pobre de los que rechazan lo que podría ser la verdad más importante de sus vidas.

El autor es sociólogo, fue ministro de Educación de Nicaragua.

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