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El alcaraván de El Galope

Querida Nicaragua: en aquellos tiempones cuando El Galope era apenas un caserío de unas cuantas casitas, sobresalía la casa solariega de la familia Prieto. Don Pancracio era el hombre más viejo del lugar, soltero, sabelotodo y necio. Doña Tula, su hermana era viuda y solo vivían en la casa don Pancracio, doña Tula y su nieto Aniceto. En aquel pueblito había una ermita a medio hacer. De modo que el ambiente era encantadoramente bucólico, pajaritos que cantaban, el ladrido de algún perro, el rebuzno de algún burrito y una callecita solitaria donde tal vez se veía una anciana con su tapado negro camino de la ermita a rezar la hora santa.

Lo que sí sobresalía en el pueblo era el canto del alcaraván de doña Tula. El alcaraván es una ave zancuda sin mucha gracia; su virtud es cantar a determinadas horas del día, a las cinco y seis de la mañana, a las diez, a las doce del día, a las seis de la tarde, a las ocho de la noche, y así la gente del pueblo tenía en el alcaraván su reloj natural que le indicaba a qué horas levantarse, desayunar o almorzar, a qué horas rezar el Ángelus de las seis en la tarde y a qué horas rezarle a las ánimas del purgatorio a las ocho de la noche.

Doña Tula se remiraba en su alcaraván. Ella estaba pendiente que no le faltara trigo y que siempre tuviera agua limpia en el abrevadero. El único que no resistía al alcaraván era don Pancracio, él vivía renegando por aquel canto permanente del animalito. Y discutía con su hermana. Tula —le decía—, yo no se de dónde diablos sacaste ese alcaraván que está a punto de volverme loco. Pero niño —le decía doña Tula—, si ese animalito es inofensivo, nos da las horas del día y su canto es tan armonioso, tan bonito. Mirá Tula, ese tal alcaraván canta a toda hora, da las horas, las medias horas, los cuartos de hora, no descansa ni un momento, me tiene loco, estoy a punto de irme a la finca para no seguir oyendo todo el santo día el canto de ese maldito animalejo.

Que grosero y mal agradecido que te veo Pancracio. Es el colmo. Un animalito que todo el pueblo aprecia, que canta lindo, que da las horas, a vos no te gusta.
Tapate los oídos Pancracio porque mi alcaraván es un tesoro, un tesoro.

Y se iba don Pancracio al fondo del dormitorio, se tapaba los oídos con taquitos de algodón y así podía librarse de aquel martirio como le llamaba él.

Fue así como se le ocurrió pagarle diez pesos a Aniceto para que con un hilo le amarrara el pico al alcaraván, Aniceto le envolvió todo el pico con el hilo de modo que el animalejo no podría cantar. A la mañana siguiente don Pancracio estaba feliz y doña Tula preocupada. Pancracio, le dijo, hay algo raro en el ambiente, hace falta algo, se siente algo raro en la casa, hace falta algo… algo… algo.

Todo aquel día doña Tula estuvo preocupada sintiendo un vacío inexplicable y don Pancracio estaba feliz. Doña Tula casi no pudo dormir aquella noche pero muy de madrugada anduvo en el fondo del patio porque presintió algo. Y en efecto, encontró a su alcaraván con un bozal en el pico, rápidamente se lo quitó y desde aquel momento el animal empezó a cantar cada cinco minutos, al sentirse sin aquel bozal siguió cantando con más vigor y fortaleza. Cantaba como desquitándose de todo el tiempo en que estuvo amordazado, cantó como nunca y su canto se regó por todo el pueblo que feliz oía de nuevo el canto libre del alcaraván. Así es la libertad. Se le puede poner bozales pero los pueblos se encargan de romperlos como doña Tula con el alcaraván.

El autor es director de Radio Corporación.

Opinión alcaraván El Galope archivo
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