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“Las guerras consumen a sus mejores hijos”

Las memorias del comandante contrarrevolucionario Mike Lima

Luis Moreno, “Mike Lima”, uno de los más conocidos comandantes de la Contra, publicó recientemente sus memorias en Miami, en español e inglés, con prólogo del Dr. Caesar Sereseres y de venta en Amazon.com.

Nacido en el barrio Monseñor Lezcano, en el seno de una familia originaria de El Crucero, su padre era chofer en una de las empresas de Somoza; fue cadete de la Academia Militar de Nicaragua, recibió entrenamiento en la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería (EBBI) y sirvió como de jefe de patrulla, con rango de subteniente, en el último mes de la insurrección popular que derrocó a Somoza en 1979, “cuando la hostilidad entre los guardias nacionales y los sandinistas fue inhumana”.

En 1982 se unió, “con una mezcla de profesionalismo, deseo de venganza y patriotismo” a la recién formada Fuerza Democrática Nicaragüense (FDN), que dirigía el excoronel Enrique Bermúdez, Comandante 380, así llamado por su número de graduado en la Academia Militar.

Esta organización, conformada predominantemente por unos doscientos exguardias nacionales, con apoyo de Estados Unidos y asesorada por militares argentinos, tenía el objetivo original de detener el flujo de armas de los sandinistas a la guerrilla en El Salvador.

La dirigencia del FSLN, embriagada por el éxito de la victoria, había decidido muy tempranamente apoyar militarmente a la guerrilla salvadoreña. Centroamérica estaba en pie de guerra. “Las cinco o ninguna”, decían los sandinistas. “Si Nicaragua venció. El Salvador vencerá”, repetían los jóvenes (futuros reclutas del Servicio Militar) en las escuelas.

A partir de su objetivo inicial de rastreo, el FDN creció vertiginosamente con la incorporación de “algunos exguardias, y gente resentida del mismo sandinismo”, como llama Mike Lima a los Milicias Populares Anti Somocistas (Milpas), campesinos y pequeños agricultores que se habían alzado en armas por su cuenta, con la toma de Quilalí, bajo el mando de Pedro Joaquín Gonzáles, un exsoldado de Germán Pomares. A estos se sumaron miles de campesinos descontentos con los abusos y las arbitrariedades de un régimen que, apenas tres años atrás, había entrado a Managua en medio de un gran júbilo popular.

“Los campesinos se reclutaban por cientos”, escribe Mike Lima.

El FDN contaba, además, con la ventaja de un santuario, garantizado por el general Álvarez, del Ejército de Honduras, quien veía en la conducta de los sandinistas hacia El Salvador una amenaza a su propio país.

En su momento pico la Contra llegó a tener casi 18,700 hombres armados.

Mike Lima ya era reconocido, a estas alturas, como uno de los comandantes más efectivos de la Contrarrevolución.

En una ocasión, El Nuevo Diario y Barricada anunciaron su muerte en grandes titulares.

Los sandinistas lo perseguían como los troyanos a Aquiles. Aunque nunca lograron herirlo en el talón vulnerable, terminó la guerra manco del brazo derecho, el otro fracturado, las dos piernas heridas y charneles de granada en el cuerpo.

Mike Lima fue siempre una figura rebelde dentro de la Resistencia, dominado por antipatías personales, que nacían de su visión inflexible de la guerra. “No creo haber sido popular con nadie, pero a mí me importaba poco, tal vez no iba a salir vivo de la próxima misión. Así era mi estado mental en esos días. La muerte la caminaba en mis pestañas”.

Entre militares estaba en su ambiente.

“La guerra es el único lugar donde los de abajo podemos salir de nuestro anonimato sin tener que aceptar las cadenas sociales”, escribe. “Los méritos se compran con sangre propia y la de los jóvenes idealistas que te sigan”.

En los pasillos de la suite 6501 de la Calle 36, en la ciudad de Miami, sede de la dirigencia política de la Resistencia, donde los militares llegaban como socios accionistas a visitar a sus empleados, Lima se mostraba huraño y esquivo; enemigo de la publicidad, socialmente arisco.

En 1984, la Contra tenía la iniciativa táctica en las zonas de operaciones, llegándose a convertir en una agregación imperfecta de múltiples guerras civiles (campesinos y exguardias en el Norte y, con menos intensidad, miskitos en la Costa del Caribe y exsandinistas en el Sur).

El brazo de la balanza se inclinaba a veces del lado de los rebeldes, cuando la ayuda letal americana fluía ininterrumpida; a veces a favor del gobierno, cuando esta se cortaba.

Esta era una guerra en la que “a nadie le importaba cuántos hombres morían en ninguno de los dos bandos”.

Cuando vinieron las negociaciones, la superioridad política sandinista se hizo evidente. Los negociadores “contras” llegaban siempre mal preparados y divididos. Al final Humberto Ortega logró su cometido. Desarmar a la Resistencia a cambio de unas elecciones que ellos pensaban ganar.

Para entonces, una mujer vestida de blanco recorría ya los polvorientos caminos de Nicaragua en una camioneta de tina, despertando las esperanzas de libertad del pueblo nicaragüense.

Mike Lima nunca ha vuelto a Nicaragua.

Tuvo la perspicacia de saber que en Nicaragua lo esperaba el destino de otros comandantes que regresaron confiados en los Acuerdos de Paz y murieron asesinados en circunstancias nunca aclaradas, tales como Enrique Bermúdez, Israel Galeano (“Franklin”), Roy Zeledón (“Douglas”), Diógenes Hernández (“Fernando”).

Leyendo estas páginas, es inevitable preguntarse ¿para qué sirvieron dos décadas de violencia, primero contra Somoza y después contra los sandinistas, si presidentes, magistrados y diputados son ahora más cínicos que nunca?
El autor es abogado y exdiplomático.

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