En Nueva York yo frecuentaba un bar de Manhattan
y cuando entraba, mis pasos sobre la alfombra
sentían la sensación de caminar sobre las nubes.
Ahí tocaba el piano Elliot, un negro de New Orleans,
y cuando yo entraba sonreía porque me apreciaba;
y la dentadura blanquísima de Elliot
armonizaba con las teclas de su piano,
y entonces cesaba de tocar y empezaba
con viejas canciones de Cole Porter.
Me arrellanaba en el bar y le pedía a Mike el barman:
—llévale a Elliot un doble de Jack Daniels y ponlo en mi cuenta—
y cuando Mike llevaba la copa ámbar
y la ponía en la cola del piano,
nuevamente Elliot me sonreía contentísimo
y movía el rostro de izquierda a derecha,
como lo hacía Ray Charles.
Éramos los mismos todas las noches en ese bar;
solitarios, abandonados por un amor imposible;
y veíamos ascender en el espejo
la espiral de humo de los cigarrillos,
con la música del piano de Elliot
transportada suave en el espacio
y entrando en cloroformo en los olfatos.
Y nosotros en silencio, con la yema de los dedos
bordeando la copa del olvido, oyendo el suave piano,
hablándole del pasado a nuestros rostros,
reflejados en el enorme espejo de nuestras vidas.
Elliot usaba trajes negros y pañuelos rojos de seda
en la bolsa del saco, camisas blancas y corbata escarlata
y un anillo de diamante regalo de su amigo Duke Ellington;
y el reflejo de la joya despedía una chispa fugaz
como cuando el sol colisiona un cristal en la selva.
Era imponente Elliot; había estado en la guerra de Corea
y vio, cerca, a McArthur, con su pipa de carey y lo oyó maldecir
¡…bastard comunist…! y a lo lejos oían las voces de los artilleros
cargando los Howitzery disparando los obuses,
y los cañones escupiendo un fuego rojizo,
como la corbata escarlata de Elliot.
Me parecía mentira cómo un hombre tan dulce
fuera un soldado en la batalla,
y que ahora era un artista que toca el piano y me canta
tiernas canciones de Cole Porter.
Marzo 2018