En la historia de la cultura se habla de tres tipos básicos de diálogo, a partir de los cuales se derivan las demás formas de dialogar: el diálogo platónico, el diálogo ciceroniano y el diálogo lucianesco.
Diálogo platónico, llamado así por el nombre de su creador, el filósofo griego Platón, es el que busca alcanzar la verdad con un propósito propiamente filosófico. El diálogo ciceroniano es aquel que se caracteriza por la abundancia verbal y sus temas preferenciales son políticos, jurídicos o meramente retóricos. Y el diálogo lucianesco, llamado de esa manera por su creador, Luciano de Samosata, se caracteriza por su forma satírica y se refiere a cualquier clase de temas, inclusive los más fantásticos.
Pero no es de ninguno de esos tipos de diálogos que se habla actualmente en Nicaragua. Lo que demanda la parte sana de la ciudadanía nicaragüense es un diálogo muy específico y sin mayores vueltas, que sirva para restañar las heridas de la masacre de estudiantes perpetrada en abril pasado por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Y restañar las heridas significa hacer justicia —verdadera justicia— y “revisar el sistema político de Nicaragua desde su raíz para lograr una auténtica democracia”, como ha dicho claramente la Conferencia Episcopal de Nicaragua.
La mayoría de los nicaragüenses quieren salir de la dictadura orteguista, que ha colapsado y es la causante de la crisis, por la vía institucional. La gente sabe que la violencia y la guerra como medio de dilucidar los problemas políticos y sociales ha provocado mucho derramamiento de sangre, gran destrucción material y regresión económica, pero en vez de traer la libertad y la democracia ha conducido a la instalación de una dictadura peor que la anterior.
La Conferencia Episcopal de Nicaragua le pidió a Daniel Ortega un diálogo nacional, hace ya cuatro años, el 21 de mayo de 2014, pero el dictador ni siquiera se dignó responder a los obispos. Si Ortega hubiera atendido aquel llamado no hubiera ocurrido la masacre de abril que ha enlutado a Nicaragua y ensangrentado al régimen orteguista.
Ahora se presenta la oportunidad de resolver el primordial problema nacional, que es salir de la dictadura y restablecer la institucionalidad democrática, a partir del diálogo nacional que están tratando de montar los obispos, para lo cual han pedido “un ambiente y condiciones idóneas” previas, en primer lugar el cese de la represión.
Pero la represión orteguista continúa, aunque con menos intensidad que durante la masacre de abril. Ortega y Murillo no demuestran tener buena voluntad para dialogar sinceramente y alcanzar los acuerdos democráticos que requiere la nación. La pareja dictatorial ni siquiera ha aceptado la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), porque teme que una investigación independiente y el esclarecimiento de los hechos de abril los condenaría de manera irremediable.
Ortega pretende que el diálogo sea para hacer borrón y cuenta nueva. Y solo la presión simultánea de la calle y de la comunidad internacional, en particular de los Estados Unidos, lo podría obligar a ceder.