Desde que Daniel Ortega propuso un diálogo sabía que era un ardid para ganar tiempo, reagrupar fuerzas y pasar después a la ofensiva. Ese día, cobijado bajo las faldas y pantalones de los jefes de la Policía y el Ejército, para llenarse de valor, pensaba que la correlación de fuerzas entre el Gobierno y la población le favorecía ampliamente.
De sobra sabemos que el diálogo es una forma civilizada para resolver conflictos, pero en nuestras condiciones históricas el diálogo ha sido un arma de guerra, esgrimida con un disfraz pacifista, para esconder el hecho incontrovertible de que ha sido la continuación de la guerra por otros medios.
Si se analizan con cuidado las experiencias a través de la historia de Nicaragua, el diálogo ha sido fatídicamente perjudicial para los que participan en él con menos fuerza. Un ejemplo trágico fue el diálogo de Augusto C. Sandino con el gobierno de Juan Bautista Sacasa y el general Anastasio Somoza en febrero de 1934. El 21 de ese mes, Somoza ordenó asesinar a Sandino en medio de las conversaciones. Después de eso el general Somoza consolidó su poder y, en períodos convulsos, siendo presidente, propuso diálogos y pactos a sus adversarios para desarmar sus demandas y aniquilar al mismo tiempo a sus antagonistas más peligrosos.
Con el único propósito de recordar los diálogos principales en los que Daniel Ortega ha estado presente, directamente o tras bambalinas, hay que mencionar Esquipulas, Sapoá y Managua en el Hotel Camino Real con la Resistencia Nicaragüense. En todos ellos, algunos de sus interlocutores fueron embaucados y sus adversarios, una vez desarmados fueron asesinados, como ocurrió a los jefes militares de la Contra.
Estos dos ejemplos son la confirmación que Somoza y Ortega usaron la figura pacifista del diálogo, cuando la correlación de fuerzas les era favorable, para continuar la guerra, asesinando a los jefes militares que no pudieron matar en combate.
El 19 de abril marca un antes y un después en Nicaragua. Afloraron nuevas condiciones, caracterizadas por una mayor capacidad de rechazo de la población civil a esta dictadura, a sus intentos de falsificación de los hechos y a las demandas de legitimación que la tiranía ha invocado. Nadie cree que los muertos se mataron ellos mismos, porque casi todo está grabado. Tampoco creen en las perversas investigaciones oficiales promovidas por la Fiscalía y la Asamblea Nacional, bajo la falacia de una “Comisión de la Verdad” oficialista.
Luego de las marchas multitudinarias del 23 y 28 de abril y 9 de mayo, la correlación de fuerzas cambió sustancialmente. Las masas de ciudadanos, desafiando a la dictadura y a sus aparatos de represión, volcaron la balanza a favor del pueblo. En tales condiciones el diálogo dejó de tener la fuerza inicial en la estrategia del régimen Ortega Murillo y por primera vez se transformó, de un arma de guerra a un arma efectiva de negociación, en manos del pueblo.
La piedra angular del diálogo es la renuncia del gobierno nefasto y corrupto de Ortega Murillo y la aplicación rigurosa de la justicia, para castigar a los sicarios y asesinos subordinados a la dictadura.
La estrategia del régimen es tratar de ganar una guerra que la tienen perdida. Su principal táctica, de lanzar esbirros armados contra una población indefensa, mientras desvergonzadamente hablan de paz y de diálogo, no es suficiente para eliminar a sus adversarios, que crecen en número cada hora que pasa.
Lo que los ciudadanos no deben perder de vista es que los pobladores en su inmensa mayoría y los estudiantes que vanguardizan esta lucha, sostienen como demanda principal la salida de Ortega Murillo del poder y la transición a una democracia.
En estos momentos la correlación de fuerzas favorece al pueblo y los negociadores que lo representan en el diálogo, deben aprovechar esta realidad para extirpar de una vez, por la vía del diálogo político, a la demencial estirpe sangrienta de los Ortega Murillo.
El autor es economista y escritor. Fue embajador de Nicaragua en España y Colombia.