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Un manifestante levanta su bandera azul y blanco sobre uno de los árboles de la vida derribados en la Rotonda Jean Paul Geniel. LA PRENSA/ Cortesía de Carlos Cerda

Así se vive la caída de un “árbol de la vida” en Managua

Botar un "árbol de la vida" se ha convertido en un ritual de las protestas estudiantiles y una analogía común para quienes recuerdan cuando fue derribada la estatua ecuestre de Somoza, en 1979.

Una multitud salta y canta en una especie de círculo. Improvisado. Llueve sobre Managua. La algarabía bajo la lluvia parece un rito chamánico milenario. Están como poseídos. Repiten consignas y las vuvuzelas suenan tan alto que el agudo y fastidioso pitido parece quedarse atrapado en el oído, como si fuese el Santiago Bernabéu y Cristiano Ronaldo hubiese anotado el gol de la victoria en alguna final de la Champions.

Esta es una fiesta a la que se llega sin invitación. La gente canta, grita, graba y toma fotos. Los más precavidos buscan un bajareque para no mojarse y los más curiosos se acercan a ver qué pasa en el centro del círculo, donde hay un invitado de honor que concentra todas las atenciones: una enorme estructura metálica de color morado, en forma de árbol, que luce como Gulliver atrapado por lo liliputienses. “Árbol de la vida”, le llaman oficialmente; comenzaron a ser plantados desde 2013 hasta llegar a 140, casi todos en las calles de Managua y desde hace un mes “talados” por muchedumbres desaforadas como aquella que se reunió el martes 15 de mayo bajo la lluvia en el sector de Camino de Oriente. Y van 20 caídos.

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El primero de estos árboles cayó el 20 de abril. Fue la sorpresa. Algo inaudito. Los “árboles de la vida” son el símbolo más característico de la todopoderosa primera dama y vicepresidenta de la República, Rosario Murillo. Derribar uno de estos era como tocarle la cola al tigre. O a la tigresa.

Momento en que el árbol de la vida de Camino de Oriente es derribado por los ciudadanos entre bailes, gritos y consignas.
LA PRENSA/ Carlos Valle

La “tala de árboles” es parte de una rebelión cívica que vive Nicaragua desde hace un mes.

Cuando se empezó a plantar el primer “árbol de la vida”, doña Rosario Murillo debió saber, sin embargo, que estaba plantando el símbolo a derribar cuando cayera su gobierno. Lo mismo debió pensar Somoza cuando mandó a levantar su estatua frente al estadio o Sadam Husein cuando levantó su estatua en Bagdad. Pero ni Murillo ni Somoza ni Husein lo pensaron o si lo pensaron nunca se les ocurrió que su gobierno podía llegar a su fin algún día, mucho menos Murillo, que no plantó solo uno, sino que fue poniendo otro y otro hasta 140.

Ese primer árbol, derribado cerca de la catedral de Managua lo cortaron con una sierra de mano durante dos horas y quedó tirado por horas en la calle para asombro de todos. Lo imposible había ocurrido ya. No se sabe si fue por recelo o lástima pero en aquella ocasión la muchedumbre no saltó encima de él, como sucedería en los rituales siguientes.

Al de esta noche ya le amarraron una cuerda que debe guiar su caída. Un intrépido logró subirse hasta la parte más alta y le ató una soga con la que lo sometió a los manifestantes que están ansiosos por verlo en el suelo. Ya lo humillaron de todas las formas posibles. Le destruyeron la caja eléctrica que servía para encender las miles de bujías que ya le empiezan a arrancar. Como recuerdo, pues.

Ahora, para colmo, un grupo de jóvenes que se quitaron las camisas y las enrollaron en sus cabezas para cubrirse los rostros, están arrodillados al pie de la estructura mientras luchan por desenroscar con una vieja llave Stillson, un destornillador de ranura y una piedra, las tuercas que atan la base del gigante de metal al suelo.

Se supone que son árboles y de la vida, pero este más bien está cerca de la muerte. Popularmente se conocen como arbolatas y los más despectivos han empezado a llamarlos “chayopalos”. En el último mes las fuerzas policiales y paramilitares del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo han asesinado a más de 60 jóvenes y estudiantes y el pueblo rabioso e indignado ha desquitado su furia con los árboles, derribándolos, quemándolos y sometiéndolos a toda clase de humillaciones. A este, que es moradito, ya le pintaron “Fuera Ortega” y “Asesinos” con esténcil y pintura en aerosol negra.

“Les andaba ganas”

El árbol de la vida de Metrocentro fue derribado con una sierra. LA PRENSA//CARLOS VALLE

Cada vez hay más experiencia en su derribo. Antes los derribaban en horas y ahora solo bastan unos cuantos minutos. “Media hora si el árbol resultó huraño”, dice uno.

El joven que está a mi lado y que sostiene la cuerda listo para tirar de ella cuando reciba la señal de los aflojatuercas, dice que la práctica hace al maestro y que si acaso logran derribar al invitado de la fiesta, serían tres árboles los que llevaría en la cuenta.

Otro dice que le gusta botar “árboles de la vida” porque desde hace rato les “andaba ganas”. Sus palabras me recuerdan a César Cáceres, un señor con el que conversé hace unos días en la rotonda Jean Paul Genie y que me dijo que si no hubiesen derribado los árboles que estaban ahí, él mismo se hubiera encargado de prenderles fuego algún día, porque lo pusieron harto desde que los instalaron.

El sonido de una vuvuzela acaba de estallarme en el oído y me trajo de vuelta a la realidad de mala gana, pero justo a tiempo para ver que el árbol morado acaba de recibir un morterazo que enloqueció a la gente. Según lo que he escuchado esta “arbolata” está teniendo una muerte digna. Solo le están aflojando las tuercas para que caiga solito. Temblaría si supiera que los otros como él han tenido que aguantarse sierras eléctricas, pulidoras y hasta incendios.
Son un hechizo

La gente no ha parado de gritar. Ni siquiera por los relámpagos y los rayos se dejan amedrentar. Desaparecieron los vendedores ambulantes que le daban el toque de feria o mercado y ahora parece más ritual de sacrificio que cualquier otra cosa.

Manifestantes queman el árbol de la vida en la rotonda La Virgen, después de la marcha masiva que llegó hasta la  Universidad Politécnica UPOLI, que se ha convertido en el símbolo de la resistencia estudiantil en contra del gobierno de Daniel Ortega. LA PRENSA/ Óscar Navarrete

Trato de imaginarme si así se sintieron los que derribaron la estatua ecuestre a Somoza, en julio del 79, que estaba en el ahora viejo estadio nacional de beisbol, donde en vez del caballo del exdictador ahora está Sandino en una mula, colocada estratégicamente por el gobierno sandinista, porque saben que Sandino es una figura intachable que nadie va a querer hacerle un Somoza.

Intenté preguntarle a la gente qué pensaba sobre ellos. Unos me dieron argumentos económicos dignos del sector energético y otros me dijeron que eran como los horocruxes que Lord Voldemort usa en Harry Potter. Me atreví a preguntarle su opinión a un taxista que me metió plática y terminé escuchando una prédica evangélica que le enviaron por WhatsApp, que hablaba de chamanes, los persas y profecías de la Biblia, de esas que dicen hasta el clima de mañana.

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Parece que el arbolata ya está cediendo. Se dio cuenta de que lo van a botar de todas formas y los chavalos han dado unas tres falsas alarmas de que se va a caer.

Un grupo que todavía tiene la camisa enrollada en la cara como capucha hace cálculos en el aire y a mitad de la carretera mide la trayectoria que debe llevar la estructura para evitar algún daño a los postes, carros y cables del tendido eléctrico que rodean la arbolata. Una ingeniera civil que estaba en el público les indicó cómo hacerlo para que el árbol no pierda la trayectoria y caiga donde se tiene calculado. Algunos le escuchan e intentan obedecer. Otros hacen una cara peor que la de los conductores que se tuvieron que desviar de la carretera por el show que estamos a punto de presenciar.

La cuerda ya está colocada en su lugar y todo el mundo quiere agarrar un pedacito para poder contar la historia de “Una vez derribé un árbol de la vida” a sus hijos y nietos, como quizás lo hicieron con ellos sus padres y abuelos hablándoles de Somoza y su estatua. La diferencia es que aquellos solo tuvieron un chance, esta generación tiene más de 100 intentos disponibles todavía.

El momento se está acercando. Las vuvuzelas siguen fastidiosas, pero intento ignorarlas y hablar con los muchachos de la soga.

—¿Ustedes van a halar? —pregunto a uno de ellos.

—¡Sí! ¿Y usted?

—Solo estoy viendo… ¿Es la primera vez?

—No, ya es la segunda. ¿Y usted? ¿Es primera vez?

—Sí

—Disfrute, disfrute. Es bonito —repica, antes de concentrarse otra vez en la cuerda.

¡Árbol abajo!

Después de que el árbol de Camino de Oriente fuese derribado, los manifestantes lo movieron de la Carretera para no seguir estorbando la circulación.  LA PRENSA/ Carlos Valle.

Qué cliché decir que el árbol está cayendo en cámara lenta, pero es cierto. Me cuesta creer que a mi edad logré ver uno caer. Desde que los instalaron creí que era una satisfacción que me iba a guardar para la vejez.

Un grito me confunde y no sé hacia dónde ver. No sé si tomar fotos con mi teléfono o dedicarme a admirar el espectáculo. En la base del árbol de la vida los chavalos con camisas en la cara tratan de empujar la base y cerca de mí empiezan a halar la cuerda. Lo veo ladearse poco a poco, como si ya se hubiera dado por vencido. La gente se está quedando sin aliento y lo sé porque casi no escucho gritos, pero el ruido del metal contra el pavimento me impresiona. Es un parteaguas. Ahora sí se escuchan alaridos, verdaderos alaridos.

Quiero correr hacia el árbol para ver qué ocurre a continuación, pero la multitud gritona me rebasa por detrás a toda velocidad, lista para subirse sobre el metal para saltar, gritar, cantar, tomarse selfies, abrazarse y agitar banderas. Los carros que pasan en el carril paralelo pitan al ritmo de las canciones que suenan los parlantes. “El pueblo unido jamás será vencido”, dice el coro. No se saben el resto de la canción. La celebración no cesa y ya han pasado algunos minutos. Es una euforia que nunca había visto.

Los liliputienses criollos domaron al Gulliver morado en su último viaje. Los veo bailando alrededor de él mientras lo patean, jalan de la cuerda y le arrancan los miles de bombillos para llevárselos de recuerdo. Quizás solo los guarden y coleccionen, aunque no me extrañaría que terminaran formando parte de alguna obra en la Bienal de esta Liliput tropical.

Entre todo el alboroto me encuentro con señores: uno de ellos intenta arrancar más bujías para su colección, este es su segundo árbol, pero espera ver muchos más. El otro, desesperado, intenta arrancar todo el cableado que pueda del árbol. Y como en la mayoría de las historias del tercer mundo, la tragicomedia se encuentra hasta en la sopa: el señor literalmente está haciendo leña del árbol caído, porque seguramente necesita dinero para que su familia coma mañana. Dice que va a ir a venderlos mañana temprano, que la libra la compran en 60 córdobas y que, si tiene suerte, tal vez recoja unas tres o cuatro. Esta es la parte trágica. La cómica, que cae en lo cruel, es que el gigante morado que ahora está en el suelo, le costó 25 mil dólares al Gobierno, o sea, a nosotros.


Tragedias

Tres accidentes relacionados con los “árboles de la vida” han ocurrido en los últimos días.

En la Carretera Norte, el 13 de mayo, Jocsan Abdeel Gutiérrez Hüeck murió en un accidente luego de chocar el auto en que viajaba contra un “árbol de la vida” que había sido derribado por los ciudadanos.

El martes 15 de mayo, cuando los ciudadanos intentaron levantar y mover la estructura de la carretera, un joven resultó con el pie fracturado al caerle una parte del enorme árbol encima.

La segunda tragedia ocurriría al día siguiente, el miércoles 16 de mayo, cuando el cineasta guatemalteco Eduardo Spiegeler fue alcanzado por un “árbol de la vida” cuando intentaba grabar con su cámara la caída de este.


 

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