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La represión orteguista dejó al menos a seis personas muertas e hirieron a más de 35 en Masaya. LA PRENSA/ MANUEL ESQUIVEL

La represión orteguista había dejado más de 60 muertos hasta este momento, según organizaciones defensoras de derechos humanos. LA PRENSA/MANUEL ESQUIVEL

Masaya en resistencia ante la represión de Daniel Ortega

Después de 75 días de una brutal represión contra la llamada Ciudad de las Flores, Masaya ha cambiado mucho entre el terror y el dolor

Noche del repliegue en Masaya: Daniel Ortega está en la tarima que han preparado para escuchar su aletargado discurso en la Placita de Monimbó, sus seguidores ondean banderas rojinegras y corean canciones revolucionarias.

Ortega no es accesible como cuando estaba en campaña presidencial, tiempo en el que “adoraba” cargar niños, y se movía entre la muchedumbre que lo alababa. Ahora, saluda desde una tarima fuertemente custodiada.

El discurso acaba tarde, tipo 11:00 p.m. Suena la sirena de la Policía Nacional para pedir vía, al instante, la gente de Monimbó sale de sus casas, entusiasmadas para ver pasar el carro en el que se transporta. Jamás comprendí ese comportamiento. Mis respuestas se debatían entre fanatismo puro o locura.

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Esa escena la vi por mucho tiempo, tanto, que cuando la gente en el mismo Monimbó salió de sus casas, pero no para ver pasar a Ortega, sino para ondear una bandera azul y blanco, en respaldo a la protesta cívica que mantiene Nicaragua contra el gobierno sandinista, tenía todos los tintes de un cuadro surrealista.

Sí hay un denominador común en la actitud de los masayas contra el Frente Sandinista. Casi todos los manifestantes, al recordar la razón del porqué se involucraron en la lucha cívica, me aseguraron que la agresión contra los ancianos, quienes protestaron por una fatal reforma a la seguridad social, un jueves 19 de abril, los hizo cambiar de parecer respecto al rojinegro.

En Masaya el 90 por ciento de los barrios cuentan con barricadas. LA PRENSA/Manuel Esquivel

En esa marcha, además de los antimotines, quienes lanzaron bombas lacrimógenas a señores que solo portaban pancartas, también estaban hombres vestidos de negro, con la insignia del partido de Gobierno en una de sus mangas. Esa respuesta violenta encendió la llama de un gigante, de un pueblo que ha hecho de todo para resistir los embates de la Policía Nacional y paramilitares.

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Era viernes. Varios comunicados de sucursales bancarias anunciaban el cierre de sus operaciones de forma indefinida por la situación de inseguridad que se vivía en Masaya. Una ola de ladrones, armados con todo tipo de instrumentos para vencer las mejores puertas reforzadas había azotado la ciudad. La hora de delinquir: entre las 11:00 de la noche y la 1:00 de la madrugada. Hombres encapuchados llegaban a los locales con el fin de saquear y destruir.

Nadie se atrevía a detenerlos, la Policía brillaba por su ausencia y la población no salía por temor. No había semana que un nuevo negocio no fuera saqueado por grupos de más de cincuentas personas. Ese viernes 1 de junio, el pueblo decidió levantar barricadas y vigilar sus barrios; todos defenderían a todos, lo que nadie se esperaba era que camionetas repletas de antimotines aprovecharían que en la mañana se abrirían las barricadas para que la gente saliera a trabajar, ellos ingresaron a la ciudad para reprimir a la población.

Durante las protestas los jóvenes se han defendido de los ataques con morteros. LA PRENSA/Archivo

Fuimos de los últimos en entrar a la ciudad. “¿Qué pasa?”, pregunté, “los antimotines ya vienen, pasen rápido”, me contestó un joven que se apuraba a cerrar las barricadas. Desde esa mañana, los masayas decidieron mantener sus murallas y convertirse en el primer pueblo atrincherado por completo.

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Ese fin de semana fue funesto. Nadie tuvo un sueño tranquilo. La calle del comercio, que lleva al mercado municipal, fue el escenario donde la Policía atacaba a los jóvenes desarmados que, entre adrenalina y coraje, se enfrentaban con piedras y morteros, en clara desventaja contra las balas.

Ya hay un muerto, rumoraba la gente, cayó por San Miguel, decían. Las redes sociales estallaban de publicaciones que pedían “Auxilio”, “Nos están matando”, “No nos dejen morir”…

El enfrentamiento se calmó al caer la noche del sábado, pero se reavivó, y en creces desde las 10:00 de la noche del domingo 3 de junio: se escuchaban balas por todos lados, la gente estaba en las calles a la expectativa de lo que sucedía.

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El sonar de la sirena de la ambulancia ponía los pelos de punta. Perdí la cuenta de las veces que la vi pasar. Los jóvenes reforzaban las barricadas y revisaban sus municiones, los morteros, para detener a la Policía, que “tiraba a matar”. Ese fin de semana es de los que nunca olvidaré, tampoco lo harán las familias que deben superar la pérdida de sus seres queridos.

Fue una masacre: diez personas murieron durante 48 horas. La muerte, el dolor y el luto tocó la puerta del pueblo de Masaya, y eso no se olvida, asegura la gente que está en las calles.

Adoquines en las fronteras

Lunes 4 de junio. No era un típico inicio de semana. No se podía salir de Masaya, no había buses, ni taxis, todo estaba cerrado. Por donde uno volteara había barricadas, unas más grandes que otras, pero ahí estaban. Las dejaron para defenderse de la Policía, es más seguro decía la gente.

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Todo era incierto, no se sabía cuándo se iban a remover los adoquines, tampoco cómo se iba a hacer para ir a trabajar. Lo más fácil era caminar y andar en bicicleta.

A como todo, desde el 18 de abril en Nicaragua, de forma espontánea, el pueblo se organizó en barricadas por barrios. Los chavalos cuidaban día y noche las trincheras, se pusieron nombres, la mayoría en referencia a los barrios. Estaban los del Fox, Países Bajos, Calle El Limón, El Pochotillo, El Repliegue, San Carlos y muchos más.

Encima de las murallas colocaron un tarro, donde, el que quisiera y pudiera, depositaba su ayuda voluntaria para comprar pólvora, “caramelitos”, a como le dicen a los morteros. Muchas personas se despojaban y no echaban solo monedas, sino billetes de color celeste.

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Entrar o salir de la ciudad era de esos episodios que si a uno se lo cuentan, duda que sea realidad, pero así lo fue. Era como cruzar la frontera de una república independiente hacia un mundo diferente, en Managua.

Los vigilantes de los tranques en la Fortaleza El Coyotepe revisaban bolsos y mochilas de los transeúntes, pedían cédulas de identidad, y tenían especial desconfianza de los motociclistas. Eran como unos policías buenos, que procuraban que no entraran infiltrados.

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El barrio Monimbó, en Masaya, sigue atrincherado como forma de resistencia en contra del gobierno de Daniel Ortega. LA PRENSA/AFP

Pese al control, el pueblo identificó a personas de la Juventud Sandinista, exoficiales de la Policía Nacional, además de otros que estaban activos. Estos los entregaban a la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH).

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Para Álvaro Leiva Sánchez, secretario ejecutivo de dicha organización, el pueblo demostró un gran valor: el “respeto a la vida”.

Aunque las barricadas significaban protección, también el pueblo resentía algunos efectos, uno de ellos y el más importante, era el desabastecimiento de productos, como los combustibles, el Gas Licuado de Petróleo (GLP), el pollo y las carnes. En las panaderías siempre había alimento, también se siguió vendiendo leche, frijol, arroz y azúcar se podían encontrar en el mercado.

Poco a poco, en los mismos tranques se coordinó el ingreso de productos perecederos, sacos de harina, y tanques de GLP; este último provocó que decenas de pobladores cargaran sus tanques vacíos de gas al hombro en búsqueda de otro lleno. El problema se mantuvo alrededor de tres días, hasta que las distribuidoras lograron abastecerse.

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El golpe económico de la crisis sociopolítica que atraviesa el país golpeó más duro a los comerciantes del calzado, ropa, artesanos y otros rubros tradicionales en Masaya, cuyas actividades están parcialmente detenidas.

Así, durante 18 días, los masayas se mantuvieron resguardados, caminando entre barricadas, desconectados por sus cuatro puntos cardinales de cualquier otro departamento o municipio del país. Se aprendió a identificar los sonidos de alerta de los morteros durante las noches y atender las campanas, cuyo repique no era sinónimo de homilía.

Las calles de Masaya, como en otras ciudades, están bloqueadas con adoquines, árboles talados, vallas o lo que sirva para impedir el paso a las camionetas de antimotines, fuerzas paramilitares y grupos afines al gobierno. LA PRENSA/M.ESQUIVEL

Cuando llegó la ayuda de víveres desde Managua se repartió por medio de la Iglesia católica, con el objetivo de apoyar a la población que había dejado sus rutinas y se pasaban en las barricadas, bajo champas momentáneas, donde además de descansar algunas horas para soportar el sueño de la noche, también cocinaban y comían.

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La Chuky es madre de tres niñas; de 7 y 4 años, y la última de 19 meses. Sus compañeros la respetan por el valor que ha demostrado durante los enfrentamientos. No le tiene miedo a nada, me dice uno de los líderes de las barricadas.

Ella ha estado al frente en las refriegas; ha lanzado bombas, morteros, piedras, y también ha escuchado el silbido de las balas.

Es una de las personas que se ha mantenido en la lucha cívica desde el 19 de abril, y aunque no es afín a ningún partido político, participa en las protestas porque está en contra de cómo la Policía reprime al pueblo.

El pueblo gobernó al pueblo

Ahora sí creo, porque lo vi, que cada vez son menos los que saldrían corriendo de sus casas para ver pasar la caravana de Ortega, y son centenares los que impedirían que este vuelva a entrar a Monimbó.

Masaya es su propio alcalde

Los masayas fueron su propio alcalde, policía, y médico. Cuando la ciudad se atrincheró, las autoridades edilicias desaparecieron, todas las gestiones que coordinaba la Alcaldía fueron suspendidas por completo. Pese a que no había autoridad para gobernar ni Policía para poner el orden, en 18 días no hubo un solo saqueo a negocios, tampoco hubo quemas, como las ocurridas en enfrentamientos pasados, precisamente, en el Mercado de Artesanías.

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La misma población, de forma autoconvocada, creó puestos médicos en la ciudad, donde no solo atendían a los heridos, sino a la población en general que buscaba como calmar sus malestares. Uno de los más conocidos fue el de la Casa Cural, en San Miguel. Ahí, jóvenes universitarios crearon un equipo de apoyo para socorrer a las víctimas de la represión. Establecieron roles, cumplían turnos, limpiaban y cocinaban. Todo de forma voluntaria y con solidaridad.

 

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