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Golpe de Estado o revolución

Ortega llama golpe de Estado a esta rebelión ciudadana contra su dictadura. Con el cinismo orteguista, que invierte la realidad, se produce en la conciencia ciudadana una deconstrucción paradójica del significado del lenguaje. A partir del insolente discurso oficial, minúsculo ha pasado a significar, para la ciudadanía, inmensas mayorías; vandálico significa ahora ciudadano digno; almas pequeñas se ha convertido en patriotismo; y golpe de Estado es ahora revolución política.

Cuando centenares de miles de patriotas marchan en las calles en demanda de libertad y de justicia, levantan sobre sus cabezas la bandera nacional gritando con ironía: ¡aquí están los minúsculos! La ironía decodifica el nuevo lenguaje contrastante, que se desarrolla dentro de la contradicción política que transformará el actual orden pervertido de la sociedad.

El orteguismo es algo más antinacional, rudimentario y feudal que el Estado burocrático-autoritario conocido históricamente en América Latina. Una dictadura destruye la institucionalidad. Por ello, en contra de una dictadura, que carece de institucionalidad, como la orteguista, no puede haber un golpe de Estado. Menos aún, si es la ciudadanía la que demanda no solo un cambio de gobernante, sino, un cambio de sistema, en busca de derechos cívicos como la libertad de expresión, de organización, de movilización, de actividad política, de protesta, de cuestionar y remover funcionarios ineptos, de participación libre en elecciones limpias.

En este proceso, con una amplia unidad en la acción en contra de Ortega, surgen dos preguntas prácticas. Una, ¿debe intervenir el Ejército? Dos, ¿debe continuar el diálogo nacional convocado por la Conferencia Episcopal?
Aunque este proceso sea cívico, es oportuno definirlo más apropiadamente como proceso revolucionario, porque los objetivos del antiorteguismo buscan la refundación de la nación. En consecuencia, o el Ejército hace parte del nuevo Estado nacional a construir o hace parte del Estado orteguista a desmantelar. Esta contradicción debe resolverla el Ejército a partir de sus propios intereses estratégicos. Es muy tonto pensar que al final el Ejército permanecerá incólume si ha facilitado soldados y armas a Ortega. O con solo que desde las graderías observe impasible el genocidio contra el pueblo.

El diálogo no es más que una escalera para que baje Ortega cuanto antes, a sabiendas que lo esencial es constreñirle a bajar por ella por una creciente presión nacional e internacional. Presionando, en primer lugar, al Ejército en sus negocios en el extranjero, para que en propio interés desarme a los paramilitares y, así, fuerce a Ortega a bajar por esa escalera pacífica del diálogo.

Decía Publio Cornelio Escipión que hay que tender un puente de oro para precipitar la derrota del enemigo que huye. Ese puente de oro es el diálogo, pero, hay que derrotar políticamente a Ortega para obligarle a huir por él.
El autor es ingeniero eléctrico.

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