No. La batalla por la justicia, la democracia y la paz no iba a ser fácil. Las cosas buenas cuestan y las mejores más; como cuesta más sacar un sobresaliente que un mero aprobado. Y no está mal; las dificultades son oportunidades puestas en nuestro camino para purificar intenciones y enreciar el espíritu.
Si Ortega hubiese cedido a la primera embestida, quizás no estaríamos ante el reto de cultivar las virtudes colectivas que son necesarias para cambiar Nicaragua. Por eso no debe sorprendernos que esta lucha por la justicia y la democracia exija mayores sacrificios, entrega y tiempo, de lo que habíamos anticipado.
La lucha entre el bien y el mal siempre ha sido exigente. Lo han testimoniado con sus sacrificios desde el mismo Cristo hasta los héroes modernos pacifistas, como Gandhi, Luther King y Mandela. Este, tras 27 años de cárcel, titulo su libro: No es fácil el camino de la libertad.
Mas no debe desalentar que el camino al bien sea “estrecho y empinado”, como lo advertía Jesús. Al contrario, hay que emprenderlo con la fe y la esperanza de que el bien es más fuerte que el mal; que podemos crecer en el empeño, y que no estamos solos. Porque si lo emprendemos movidos por afán de justicia y no por odio, con ánimo constructivo y respetuoso de la vida, Dios estará con nosotros. Y “si Dios está conmigo, ¿a quién temeré?”.
El salmo que se leyó un martes de julio en todas las misas (94) fue una profecía al respecto: arrancaba con el lamento de un pueblo que es atropellado ante la aparente ceguera de Dios: “Trituran Señor a tu pueblo, asesinan a viudas y forasteros, degüellan a los huérfanos… mientras comentan, Dios no lo ve, Dios no se entera”. Pero entonces Dios responde: “El que plantó el oído ¿no va a oír?; el que formó el ojo ¿no va a ver?; el que educa a los pueblos ¿no va a castigar?”, para concluir: “Porque el Señor no abandona a su pueblo, ni desamparará a su heredad: el justo obtendrá su derecho, y un porvenir los rectos de corazón”.
Signos de esperanza los hay por todas partes. La dictadura se está quedando sola: sin juventud, sin pueblo, sin países amigos y sin prestigio. Sus colaboradores más cercanos están siendo cercados por sanciones cada vez más severas y viven ya como en una prisión. Solo se sienten seguros rodeados de la única compañía que les queda: la de fusiles. Pero estos no le asegurarán su permanencia. Porque tienen enfrente todo un pueblo, desarmado y valiente, que está tocando las trompetas ante los muros de Jericó, seguro que perseverando caerán. El Señor no abandona a su pueblo.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.