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Josefina Murillo Vargas, sicóloga clínica, atendió a los sobrevivientes del deslave del volcán Casita. LA PRENSA/ URIEL MOLINA

Josefina Murillo, el ángel del volcán Casita

En 1998 la sicóloga Josefina Murillo encabezó por su cuenta un exiguo grupo de colegas para llevar consuelo a los sobrevivientes del deslave del volcán Casita

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En aquellos días de tragedia, la sicóloga Josefina Murillo buscaba incansable a la hija de Alonso Hurtado, un líder campesino que en el deslave del volcán Casita perdió a sus tres niñas. Alonso estaba convencido de que una de ellas, la de diez años, había sobrevivido y la recordaba con el lodo hasta la cintura alzando un bracito pidiendo socorro.

Ya antes había logrado salvar a su esposa y sus dos hijos, pues estaban más cerca, pero cuando se tiró al fango para sacar a las niñas, un tronco le quebró la pierna, contaba.

—¿Han visto a la hija de Alonso Hurtado? —Indagaba. Y la gente respondía con crudeza que la niña no estaba viva, que lo que su padre en realidad había visto era su cuerpo partido por la mitad, sobre una lámina de zinc y que la muchachita tenía el brazo alzado porque lo último que hizo en esta vida fue llamarlo.

El Apocalipsis ocurrió a las 11:00 de la mañana de un viernes, hace veinte años. El 30 de octubre de 1998 una gigantesca ola de lodo bajó desde la cima del volcán Casita con el estruendo de una colosal máquina trituradora y en unos segundos hizo desaparecer dos comunidades enteras en Posoltega, Chinandega. Unas 2,500 personas murieron ese día, sepultadas por el lodo o golpeadas por las rocas, el ganado y los árboles que arrastraba la corriente. Muchos sobrevivientes quedaron atrapados entre el lodazal fresco y cientos de cadáveres empezaron a descomponerse a la intemperie.

Debido a que los caminos estaban cortados y a que el gobierno de Arnoldo Alemán subestimó las llamadas telefónicas de Felícita Zeledón, en ese entonces alcaldesa de Posoltega, la magnitud de la tragedia se conoció hasta un par de días más tarde. Las imágenes del desastre aparecieron primero en los diarios y luego en la televisión: cuerpos asediados por animales carroñeros y sobrevivientes cubiertos de lodo hasta el pelo, con el cuerpo desollado y la mirada perdida. Una desgracia tan grande era difícil de creer y el país seguía con horror las noticias que llegaban de Chinandega.

Ese descubrimiento de la niña partida a la mitad afectó profundamente a Josefina Murillo, porque además ella vio el cuerpo. Se unió a las brigadas de sepultureros para colocar en las improvisadas cruces, lazos de seda que con los dientes arrancaba de un listón que llevaba amarrado en el pelo; y uno de esos tristes días encontraron los restos de la niña a la que tanto había buscado. Estaba cortada por la cintura.

LA PRENSA/Uriel Molina

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Vida profesional de Josefina Murillo

A Josefina Murillo Vargas no le gusta decir su edad, se limita a reconocer que tiene más de cincuenta años. Nació en Masaya, pero creció en Managua. Hace tres décadas es sicóloga y hace veinte años trabaja en atención a las víctimas de desastres. El 5 de noviembre de 1998 fundó el grupo Profesionales de Apoyo Emocional (PAE), que desde 14 años pertenece a la Mesa de Salud del Minsa, y por lo tanto también al Sistema Nacional para la Prevención, Mitigación y Atención de Desastres (Sinapred).

Estudió la secundaria y la universidad en Nueva York y desde 1986 reside en Nicaragua. Lo que la impulsó a tomar la carrera de Sicología fue la experiencia traumática del terremoto de Managua, en diciembre de 1972. La tierra se tragó la mitad de su casa y murieron tres personas de su familia.

Como directora del PAE ha atendido emergencias en Guatemala, El Salvador, Honduras y Costa Rica. En Nicaragua estuvo trabajando tras el deslave del cerro Musún, en Matagalpa, y fue al río Coco, “cuando las ratas se estaban comiendo a la gente”, entre muchas otras emergencias, incluidas inundaciones.

Josefina Murillo también es perito forense y colabora con Medicina Legal. Tiene estudios de grafología, es fisioterapeuta, escribe poesía y en 2014 publicó la novela corta: El diario vivir de Rosa Flores.


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LA PRENSA/Uriel Molina

Sicólogos al rescate

Esta historia comenzó en Managua cuando la sicóloga Josefina Murillo también miró las imágenes de la catástrofe. “Había un montón de gente en los lodazales, que no podía salir”, recuerda. Y pensó que algo debía hacerse por esas personas.

Aprovechó el Telehablatón a favor de las víctimas para enviarles unas palabras de ánimo. Sin embargo, sabía que eso no era suficiente; entonces hizo un llamado a los sicólogos de Nicaragua para llevar apoyo emocional a la zona del desastre. Tras la convocatoria, llegaron a buscarla alrededor de setenta profesionales de todas las edades y procedencias, pero cuando Josefina les dijo que no tenía dinero para pagarles, que el trabajo debía ser voluntario, la mayoría dio la media vuelta. Solo quedaron siete.

Con esa reducida comitiva fundó el primer grupo de Profesionales de Apoyo Emocional (PAE), el 5 de noviembre de 1998, y empezó a recorrer palmo a palmo todos los lugares donde se asentaron los sobrevivientes del deslave del Casita. La tarea le tomó más de dos años. Con el tiempo unos sicólogos abandonaron la misión y otros se integraron, pero ella continuó firme. Visitó comunidades remotas, cruzó caudalosos ríos, se metió en lodazales y subió a la cumbre del volcán asesino. Se sacó la lotería y gastó el premio en el proyecto. Y a la fecha, veinte años después de aquel Apocalipsis, todavía no se desliga de los sobrevivientes y sus historias.


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Las terapias

LA PRENSA/Uriel Molina

Aquella niña fue la única sobreviviente de una familia de 48 personas. En medio de un auditorio lleno de otras víctimas del deslave, estaba sola y herida y se cubría el rostro con una toalla porque los troncos arrastrados por el aluvión le habían dejado la piel en carne viva. Josefina Murillo se le acercaba todas las mañanas para darle los buenos días y al inicio la pequeña la recibía con recelo.

—¿Cómo amaneciste? Mirá, te traje una lechita —decía la sicóloga y le daba besos en los pies.

Poco a poco se la fue ganando y a los cinco días la niña anunció:

—Le tengo un regalo—. Enseguida se quitó la toalla y le mostró un rostro desfigurado pero sonriente. Entonces ambas rieron a carcajadas en el auditorio del Hospital España, Chinandega, adonde fueron llevados muchos de los heridos.

A Josefina le gusta recordar ese caso cuando habla de las experiencias que vivió atendiendo a las víctimas del Casita. Es una historia que a pesar de todo puede recordar con alegría, entre las muchas tragedias que por más que pase el tiempo le siguen dando ganas de llorar.

No suele hablar de las cosas terribles que vio y escuchó. Se las guarda para sí misma y solo las expresa cuando se siente en confianza. Está acostumbrada a mirar las desgracias ajenas como una profesional, una técnica imprescindible para conservar un poco de cordura y no quedar “tostada” como otros sicólogos, explica.

Sin embargo, habitando entre los sobrevivientes del aluvión era imposible no terminar involucrándose de alguna manera. Allí la muerte acampaba junto a la vida y la superaba con creces.

El grupo de sicólogos llegó a Posoltega al “ride”, en una caravana de buses en la que Daniel Ortega llevó “víveres y avituallamiento para los damnificados de la tragedia”. Se subieron “a la brava” y nadie en el vehículo se percató de que llevaban polizones. Ya en el lugar, decidieron ir por su cuenta a los cuatro refugios que se habían improvisado en el casco urbano del pueblo para empezar a atender directamente a los sobrevivientes del alud.

El campamento de la Escuela Juan XXIII era el más grande de todos. “Parecía una ciudadela”, señala Josefina Murillo en su libro Historia y memoria de los sobrevivientes del deslave del volcán Casita. “En un aula se podía ver que había alguien agonizando, en otra esquina de la escuela, una vela por un niño tierno que murió en el refugio. Por otro lado, un hombre tomado de licor discutiendo con su mujer porque quería regresar a las parcelas, aunque perfectamente sabía que fueron destruidas por el deslave”.

Allí se quedaron dos semanas, animando a los sobrevivientes a practicar el dibujo libre, la escritura libre y ejercicios sicocorporales que los ayudaban a liberar tensión emocional. Pasado ese tiempo, aparecieron organismos nacionales e internacionales con otros proyectos y los sicólogos de Josefina se dispersaron como laboriosas abejas hacia los hospitales de Chinandega y hacia las faldas del cerro, adonde la gente ya empezaba a regresar en busca de lo que había quedado de sus parcelas.

Como no cargaban más que la ropa que llevaban puesta y alguna que otra tortilla con queso, adonde llegaban los sicólogos decían que su ayuda consistía en dar “amor y esperanza”. Así les tocó persuadir a las personas que no querían salir de la zona del desastre, un cementerio al descampado, pese a que el hedor de los cadáveres era insoportable. Y dieron atención sicológica a ancianos, adultos, jóvenes y niños de las comunidades que fueron parcialmente afectadas. Unas diez, según reportes de la época, de las que solo dos fueron arrasadas en su totalidad: la Rolando Rodríguez y El Porvenir.

En esas andanzas a Josefina le sirvió de baqueano el periodista Benjamín Chávez, oriundo de Posoltega. Para él, la labor de la sicóloga evitó que ocurriera una ola de suicidios. Nadie se quitó la vida después de la tragedia, “a pesar de la mortandad y el drama”, asegura. “Solamente conversar con ella era una terapia que hacía que la gente reflexionara y recibiera alguna tranquilidad en medio de todo”.

La atención sicológica se da grupal o individualmente. A las víctimas de desastres les ayuda hablar sobre lo que sienten. LA PRENSA/ CORTESÍA

Autoterapia

Una vez a la semana los Profesionales de Apoyo Emocional se iban a Corinto para bañarse en el mar y hacerse fisioterapia con arena entre ellos mismos. Hablaban del clima, de las aves marinas, de la familia, de los amores, de cualquier cosa, menos de lo que estaba sucediendo en Chinandega. “Así manejábamos la mente un poquito lúcida”, cuenta Josefina veinte años más tarde, sentada en el sillón rojo donde atiende a sus pacientes, en una clínica de Managua.

Además del la niña de Alonso Hurtado, otro caso que la conmovió particularmente fue el de José Roberto Ríos y su esposa Damaris Gutiérrez. Se habían enamorado a primera vista y trabajaban una tierrita alquilada mientras esperaban a su primer bebé.

El viernes de la desgracia, cuando la incesante lluvia provocada por el huracán Mitch saturó la ladera del Casita y causó el aluvión, Damaris acababa de salir del baño. Ella no vio venir la ola, pero José Roberto sí. Él le gritó que corriera, pero en el camino a su esposa se le zafó una chinela y se regresó a recogerla. El alud los atrapó a los dos.
De pronto José Roberto se sintió zangoloteado por una corriente de fuerza increíble que lo arrastró cinco kilómetros, estrellándolo contra alambres, árboles y rocas. Solo podía sacar la nariz para respirar, mientras el lodo se le introducía por la boca y en los ojos. El joven sobrevivió, pero quedó ciego y perdió la lengua, cuenta Josefina. La última imagen que José Roberto tiene en la memoria es la de Damaris volviendo por su chinela y vive para recordarla.

Por último, señala Josefina, está el misterioso caso de un muchacho sepulturero llamado Jorge Álvarez. El hedor de los cadáveres se le quedó impregnado en la mente al punto de llegar a creer que brotaba desde su propio estómago. “Nadie nos pudo explicar por qué cuando abría la boca le salía el olor a muerto”, recuerda la sicóloga. Tuvo que atenderlo durante un año para lograr eliminar el síntoma. Y en algún momento ella también recibió terapia, porque aquel olor no se le quitaba de la nariz.

Con esta portada LA PRENSA informó sobre la tragedia. 

La lotería

Los sobrevivientes del deslave llegaban a las actividades de terapia cuando escuchaban sonar un pedazo de hierro o bien los invitaban de casa en casa. Los sicólogos les llevaban títeres y obras de teatro, los hacían hablar para desahogarse y en una ocasión, en los primeros meses de 1999, Josefina Murillo incluso les llevó a Luis Enrique Mejía Godoy.

A los hombres, recuerda Benjamín Chávez, les aplicaron la terapia de convertir en carbón la madera de los árboles arrastrados por el aluvión. Picaban los troncos que habían matado a su gente y les prendían fuego, en un rito que el periodista llama “la venganza de los carboneros”. Cada vez que el hacha hería el corazón del madero, los campesinos “bujaban” y se secaban el sudor revuelto con lágrimas para que nadie supiera que habían llorado.

Para pagar el proyecto, los terapeutas buscaban ayuda aquí y allá, pero no era suficiente. En el caso de Josefina ya llevaba dos meses sin pagar el alquiler de su clínica y en casa le habían cortado la luz y el agua porque no le quedaba dinero para cancelar las facturas. En esas estaba cuando allá por febrero de 1999 un señor la animó a comprar un billete de lotería. Compró un cuarto de uno y se ganó el equivalente a 375 mil dólares.

Con eso pagó sus deudas, regaló tres casitas y construyó el ranchón Rolando Rodríguez en el que se brindó atención sicológica y médica gratuita durante dos años más. Además, con el apoyo económico de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, organizó un curso de electricidad básica y de corte y costura, del que se graduaron 28 sobrevivientes de la Rolando Álvarez y El Porvenir.

“En medio de la tragedia y del dolor hicieron una promoción y se sacaron un concurso de Miss Chiquitita”, comenta Chávez. “Esas cosas cambiaban el rictus de tristeza por una sonrisa y era suficiente”.

Con todo, y como es natural en una tragedia de semejante magnitud, hay traumas que no se superan. Donde antes estuvieron las comunidades que la avalancha borró del mapa, hay cruces y rocas aluvionales y en la memoria de los sobrevivientes los recuerdos permanecen frescos. Incluso hay madres que todavía creen que cualquier día de estos verán a sus hijos en la puerta de la casa, hechos unos hombres. “Seguro se lo llevaron para España”, se dicen.

Josefina Murillo baja la mirada y mueve la cabeza en señal de negación. Es improbable que los hijos de esas madres estén vivos; pero la ilusión se alimenta en el hecho de que sus cuerpos nunca fueron encontrados y en que muchos niños huérfanos fueron dados en adopción en aquellos días de caos.

La sicóloga sabe que veinte años más tarde su labor no ha terminado y cada cierto tiempo saca de sus propios recursos para volver a Chinandega, a ver qué ha sido de sus pacientes. Fuera de esto, su grupo de Profesionales de Apoyo Emocional sigue funcionando y se activa cada vez que hay un desastre causado por un fenómeno natural en Nicaragua y el resto de Centroamérica. Su oenegé no cuenta con grandes recursos, asegura. Sin embargo, hace ocho años volvió a sacarse la lotería. Josefina ríe y explica: “Dios no se queda con nada”.

Josefina Murillo lleva veinte años dandi apoyo emocional ha personas que han sufrido desastres. LA PRENSA/ CORTESÍA

Plano personal

Cuando no está trabajando, Josefina Murillo cocina. Ama cocinar.

Tiene tres hijas, tres nietas y un nieto, todos residen en Estados Unidos. Ella está casada y vive con su esposo en Managua, donde también trabaja.

Su pasatiempo es escribir poesía y narrativa. Además, sabe coser, desde sábanas hasta vestidos.

Le gusta la música romántica, estilo Roberto Carlos, Camilo Sesto y Raphael. También le gusta bailar, sobre todo cumbia.

Una vez al mes va a la playa y se limpia el cuerpo con arena, de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies. Luego le cuenta sus cosas al mar y a veces le pregunta si le puede dar “una manita” porque “el mar es un ser vivo”. De esa manera se da terapia a sí misma. “Uno tiene que quererse uno mismo. ¿Cómo te querés? ¿Dándote cuido?”, expresa.

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