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La importancia del amor

Cuando una persona decide vivir su fe porque se ha dado cuenta que lo necesita, en muchas ocasiones lo primero que piensa es en orar más, en ir a las celebraciones dominicales, en acordarse más de Dios, en hacer ciertas prácticas religiosas, en ser más espiritual… Difícilmente se nos ocurre pensar en “amar más”. Se nos olvida lo que Jesús nos dice: “Que no hay cosa más importante que el amor”. (Mc. 12, 29-31).

Por eso, nos dice Mateo que Dios nos juzgará sobre lo que hemos hecho con el amor (Mt. 25, 31-46).

Hay quienes piensan que el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado y no en amar, desean que se les ame y para ello se arreglan, intentan ser agradables, hacerse querer… Y terminan siendo desdichados. Otros se convencen de que amar es algo sencillo, se acercan a quien les cae simpático; lo malo es que cuando no encuentran la respuesta apetecida… “su amor” se desvanece.

Cuando Jesús habla del amor a Dios y al prójimo está pensando en otra cosa, en algo que se siente como una fuerza que mueve, que hace crecer y que nos libera, a la vez que nos enriquece en la vida…

Para saber y experimentar el amor del que nos habla Jesús, hay que aprender a escuchar al otro, sus necesidades, sus aspiraciones, sus sufrimientos. Aprender a dar, sabiendo que el amor es todo lo contrario a acaparar, a utilizar o, a manejar a mi antojo al otro… Aprender a perdonar y a pedir perdón, reconociendo como humanos los fallos propios o ajenos…

Nos falta ponerle corazón a la vida, a nuestra familia, a nuestra sociedad. La gente capaz de amar, en el mundo de hoy, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad contemporánea y cuánta falta nos hace.

Somos hijos del amor, del Dios-amor (1 Jn. 4, 16); por eso lo nuestro es amar al Padre que nos ama y a los hermanos con todo el corazón: “Todo el que ama, ha nacido de Dios” (1 Jn. 4, 7). Nada tiene valor, si lo que hacemos, no está hecho con un buen corazón. Nada tiene valor sin la presencia del amor.

En el mundo de la fe solo hay una medicina y una riqueza válida que está al alcance de todos: la riqueza del amor. El amor no tiene cura, pero es la única medicina para todos los males. En el mundo de la fe quien no sabe, ni quiere amar, no puede creer. Solo hay una manera de amar a Dios: Amando al hermano. En esta vida lo único que nos puede hacer felices es el amor, amar y sentirnos amados.

De ahí que personalmente he de comprometerme a amar al Señor mi Dios, con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi inteligencia y con todas mis fuerzas y a amar a mi prójimo como a mí mismo.

El autor es sacerdote católico.

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