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Palabras para decir despacio y entre rejas

Quisiera que las palabras pudieran, como sé que lo hicieron en mí mismo algunas veces, llegar a colarse entre las rejas, poseer la humedad oscura de las cárceles de Managua, acariciar el piso sucio y habitar el olor de los muchos cuerpos que en su interior se hacinan. Cuerpos de hermanos, jóvenes, mujeres y campesinos, bajo los que se custodia la bandera azul y blanca bajo esta noche larga.

Quisiera que esas palabras llevaran un aire fresco, como el de esas mañanas de gracia que reviven tras un sueño profundo sobre sábanas limpias y planchadas.

Quisiera recubrir las palabras de los aires de diciembre, con ese olor a niños que gritan madre, y grito a grito se vuelven canción. No, amigos; no nos van a robar las palabras. Son lo más preciado que tenemos. Están cobijadas en el silencio que nos llega de entre rejas. A veces nos sonríen. Miren cómo sonríen, vestidas de azul las palabras, como muchachos sacados de la oscuridad, sonriéndole al cielo, con dientes blancos. Van prendidas del sombrero aplastado de un joven, de la barba afilada de un corredor de maratones. Van prendidas de los huesos de una anciana que se rebela a una policía salvaje mientras la suben a la camioneta, como si adivinasen en ella a una adolescente disfrazada de mujer mayor.

Las palabras pasan frío. También noche. Escapan, parece que escapan, pero son enviadas a romper fronteras con el dolor de los hermanos camino de México, Estados Unidos, Costa Rica, España.

Algunas palabras les sirven de fuego. Como “volver”, como “libertad”. Se están haciendo tan fuertes, amigos, que no habrá noche ni dictadura que pueda con su grito cuando juntas vuelvan convertidas en la canción que todos vamos a cantar, ya por fin liberados por fuera, como lo estamos por dentro. Y ellos lo saben.

Algún día regresarán las palabras, que tiritan en el corazón pero impulsan nuestra sangre. De algunas de ellas han abusado tanto, como de niñas adolescentes sin amparo entre las garras de un padrastro enfermo. Las han desnudado y paseado en público para el escarnio. No han reparado en palabras sagradas ni en el nombre de los santos.

Pero no nos las quitaron. Han sobrevivido a la falta de líderes, a las prebendas, a la durmiente letanía de mentes enfermas de poder mesiánico. No. Las creíamos tan dormidas, tan lejos, y de pronto, en la madre de todas las marchas, volvieron como pájaros en celo: libertad, dignidad, y luego, la paz y la democracia. Hasta que comenzó otra vez la metralla, la masacre. Estuvimos allí, amigos, sabemos que estaban vivas. Nuestras palabras son una especie de riqueza compartida, y se están recomponiendo desde fuera, desde dentro, haciéndose robustas a base de las noches de nuestros presos, del dolor de nuestras madres de hijos ausentes, de los ojos aún asustadizos de quien tuvo que huir de la violencia sin cuartel.

Volverán, amigo Francisco Ruiz Udiel, como vos dijiste: “Algún día las palabras volverán a ser hombres/ otra vez puentes,/ huellas contra el temblor de la vida,/ túneles hacia la libertad”.

No será la primera tierra sometida a los delirios de un hombre viejo, entorpecido por sombras, y una mujer vieja, repetitiva y cansina, que tritura palabras hasta que un día se le mueran en la boca.

Cuando eso suceda, los dos viejos escucharán impotentes, afuera, el canto de todas las palabras que salieron de las cárceles y de las noches. Palabras que creían haber callado para siempre.

Palabras como colores azules, como colores blancos, como hombres y mujeres de sonrisas, imposibles de borrar.

El autor es periodista.
@sancho_mas

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